Una lectura alternativa de la historia del culto a los santos en la pintura y escultura de Colombia en los siglos XX y XXI*
An alternative history of the cult of saints in painting and sculpture of Colombia in the centuries XX and XXI
Uma leitura alternativa da história do culto aos santos na pintura e escultura de Colômbia nos siglos XX y XXI
Alberto Echeverri Guzmán**
Universidad Javeriana
Fecha de recepción del artículo: 15 de diciembre de 2016
Fecha de aceptación del artículo: 2 de junio de 2017
DOI: http://dx.doi.org/10.22335/rlct.v9i1.406
*Artículo resultado del proyecto de investigación: “Historia del culto a los santos en la pintura y escultura de Colombia en los siglos XX y XXI”
** Licenciado en Filosofía y Letras con énfasis en Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Licenciatura y Magister en Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Doctorado en Teología Espiritual, Universidad Pontificia Gregoriana, Roma. Postdoctorado en Educación, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá. Correo electrónico: escarabajo4747@gmail.com Orcid: http://orcid.org/0000-0002-1359-1837
Resumen
Cuando se trata de mirar al significado que la santidad cristiana ha tenido para el creyente es indispensable preguntarse por los contenidos subyacentes del arte que ha buscado representarla en la pintura y la escultura. Teniendo como base general los esenciales referentes estéticos del arte figurativo, el ensayo retoma algunos entre los muchos santos del catolicismo romano más populares en el medio colombiano, mirando a su origen remoto y a la evolución que cada uno de ellos ha registrado a lo largo de la historia. Esa encuesta permite dilucidar una ideologización del arte al ser puesto al servicio de intereses de tipo institucional y, en consecuencia, de la confesión de fe que él ha querido respaldar. Se concluye apuntando a su posible renovación pues desde su nacimiento en el ámbito cristiano no pretendió otra cosa que remitir al creyente más allá de la obvia limitación de lo figurativo.
Palabras clave: fe, pintura, escultura, barroco, ideología.
Abstract
When it comes to looking at the meaning that Christian holiness has had for the believer is indispensable to ask for the underlying content of art which he has sought to represent it in painting and sculpture. Taking as a general base concerning essential esthetic of figurative art, the test takes some among the many saints of Roman Catholicism most popular in the Colombian ambit, looking at his remote origin and evolution that each one of them has recorded throughout history. That survey allows settle an “ideologization” of art to be put at the service of interests of institutional type and therefore the confession of faith that the art wanted to support. It concludes pointing to its possible renewal because since its birth in the Christian scope it did not pretend anything other than refers the believer beyond the obvious limitation of the figurative.
Keywords: faith, painting, sculpture, baroque, ideology.
Resumo
Quando se trata de mirar ao significado que a santidad, a criatura é imprescindível para os conteúdos subyacentes do arte que é procurado, representando a pintura e a escultura. Teniendo como base geral los esenciales referentes estéticos do arte figurativo, o ensaio retoma alguns entre os muitos santos do catolicismo romano mais populares no meio colombiano, olhando para um lugar onde você está de fora Historia. Esa encuesta permite diluir uma ideologia do artigo ao ser posto no serviço de interesses de tipo institucional e, em consequência, da confissão de fé que ele tem querido respaldar. Se concluy apuntando uma possível renovação por meio de um nascimento no campo Cristão, não pretendia outra coisa que remita no creyente além da definição de limitação do cenário.
Palavras-chave: fe, pintura, escultura, barroco, ideologia.
Introducción
Un país en el que tres de cada mil personas saben leer de manera crítica no se mueve por las ideas sino por emociones primarias como el miedo, la ira o la venganza… Hemos fracasado como sociedad al intentar convertir la ira en alegría y el odio en solidaridad. No hemos logrado formar individuos que actúen impulsados por un criterio propio para pensar, analizar o decidir (De Zubiría, 2016).
Y, sin embargo, semanas antes del fallido referendo colombiano sobre la paz, varios diarios colombianos reportaban la protesta de algunos nacionales que señalaban la ausencia del nombre de Dios y de cualquier alusión a él en el acuerdo de La Habana entre el gobierno del país y las FARC. ¿Hacían parte del tres por mil? La mayoría de los votantes, los que dieron el triunfo al “no”, conformarían –siguiendo a De Zubiría- ese “segundo país que no quiere justicia sino venganza, no reparación sino cárcel, no quiere comprensión sino que destila odio”… y que por eso ha sido “presa fácil de un discurso lleno de falacias, mentiras, y verdades a medias”. A ellos habría que sumar el sesenta y tres por ciento de no votantes que se abstuvieron por mera indiferencia ante la suerte que corrieran sus conciudadanos; o ellos mismos, si es que tienen tiempo de advertirlo cuando toque la violencia a su propia puerta.
Más allá de una polémica política, en la que no tengo mayor experiencia, acudo a este comentario para introducir mi punto de vista sobre el así llamado “arte religioso” en el país a lo largo del siglo XX, y aun a inicios del XXI. Porque también en este ámbito sucede algo similar. Es de suponer que tanto el pintor y el escultor que abordan un tema religioso, para el caso cristiano, reflejan en su obra la propia fe; y que otro tanto sucede con quien la contempla. Lo ha señalado Umberto Galimberti, un italiano profesor de filosofía y sociología que se confiesa no católico: la religión no es solo fe y razón sino “también movilización de los afectos, de los sentimientos, de la sensibilidad, de la aisthesis (la estética)”; por eso “es propiamente en la intersección del saber y del afecto donde ocurre el acto originario del hecho religioso…” (Galimberti, 2015: 315).
Por tanto, uno podría suponer que es la belleza, no la fealdad, lo que busca representar el artista que suele ser calificado de religioso y lo que, al mismo tiempo, espera encontrar el creyente, y aun el no cristiano y el no creyente, que accede a su obra. Pero habrá que comenzar por distinguir lo bello de lo simplemente deseable o de lo moralmente bueno (las “buenas acciones”), lo feo de lo simplemente repugnante o disgustoso y aun de lo moralmente tachable. Reconocer, además, que si bien puede entenderse como bello algo que exhiba proporción y armonía, ambos conceptos han cambiado en el mismo Occidente a través de los siglos; lo decía Voltaire con su característico sarcasmo: “Interrogad al diablo: os dirá que lo bello son un par de cuernos, cuatro patas con garras y una cola” (Eco, 2007a: 14). Y continuar por aceptar que en la misma naturaleza, bella en sí misma aun siendo peligrosa y en ocasiones repugnante, pueden coexistir belleza y fealdad. En definitiva, porque “la belleza no ha sido nunca algo absoluto e inmutable sino que ha asumido rostros diversos según el período histórico y el país. Esto no solo referido a belleza física sino también a la belleza de Dios, de los santos, de las ideas…” (Eco, 2007, 10). Y ya que la fealdad, comúnmente definida en oposición a la belleza, con referencias marginales, no es posible concluir que lo feo según la gente de determinada época corresponda a lo que los artistas definen como tal.
Pero belleza y fealdad son resultantes, cada vez con mayor frecuencia, no de criterios estéticos sino políticos y sociales. La posesión del dinero –lo recordaba Marx- puede suplir a la fealdad o incrementar la supuesta belleza. Nietzsche acusaba al ser humano de ponerse a sí mismo como medida y por eso de solo “odiar el crepúsculo de su tipo” (Eco, 2007,12-15). Y no han faltado otros filósofos que declaran imposible definir la fealdad pues ya Darwin advertía que lo feo provoca reacciones pasionales en todas las culturas.
Para complicar aún más el tema, suele hablarse hoy de arte contextual, que se aleja de las formas de representación tradicionales y al mismo tiempo se libera de los lugares ya institucionalizados a los que prefiere las cosas concretas (Ardenne, 2009). Sin embargo uno se pregunta si existe siquiera la posibilidad de un arte descontextualizado del acontecer social, político, económico y sobre todo cultural (en ella juegan papel preponderante la sexualidad y la religión), de la época en la que fue creado, y aun de aquella en que es contemplado. O, con una descripción más general, en palabras de un cristiano proveniente de la iglesia ortodoxa: “Al hablar de arte nos referimos a una variedad de lenguajes, a diversos modos de expresión comunión de la experiencia” (Yannaras, 2012: 124)[1].
De la mano de un teólogo de la iglesia ortodoxa oriental, las páginas siguientes plantean las diferencias entre la religión y la experiencia religiosa que, en el caso del cristiano, se traduce en términos de fe. Desde ella, abordan la trabajosa historia colombiana de las manifestaciones artísticas de la devoción popular a los santos durante los dos últimos siglos. Examinan los contenidos de fe subyacentes en la pintura y la escultura que los representa, caracterizándolas como vehículos culturales de un viraje histórico de la religiosidad. Y finalizan mostrando la posibilidad de una renovación del arte que privilegie una mirada a sus orígenes y por ese mismo hecho favorezca la expresión artística de la fe.
1. Algunos presupuestos
“Apenas hombres y mujeres llegaron a ser tales comenzaron a adorar dioses y crearon las religiones al mismo tiempo que creaban obras de arte”; y “no solo y simplemente porque quisieran propiciarse fuerzas poderosas sino que aquellas fes primitivas expresaban también la maravilla y el sentido del misterio” (Armstrong, 2007: IX). Pero lo cierto es que la religiosidad corresponde a un deseo innato, a una necesidad instintiva del hombre, que no es regida por la voluntad ni la razón. Es allí donde entran a jugar los dos impulsos fundamentales: a la conservación de sí mismo y a la perpetuación. Consciente de que su vida está amenazada por fuerzas externas a él, el sujeto computa como sobrenaturales las causas que su naturaleza no logra controlar y además las personifica. Se esfuerza enseguida por señorear las fuerzas y factores que lo amenazan, recurriendo a la supuesta existencia de entidades sobrenaturales, y así consuela y atenúa el miedo que provocan en él la ignorancia de lo que desconoce, sobre todo su causa y finalidad, y su temor a la mortalidad. Definimos por eso la religión como “la necesidad natural (innata, instintiva) del hombre de generar la hipótesis de que hay unos factores generadores de su existencia y de las cosas existentes, como también del mal que se entrecruza en su propia historia” (Yannaras, 2012: 20). Una lógica, por tanto, biológicamente determinada, que en la práctica religiosa trasparenta tres necesidades básicas: primera, conocer los factores que determinan sus existencia, para lo cual la religión ofrece sus dogmas, verdades que no admiten dudas y en consecuencia se respetan pues quien es fiel a ellas posee la verdad; segunda, hacerse propicias las fuerzas sobrenaturales, siempre personificadas, que o amenazan o protegen la existencia humana, mediante la sumisión a lo sagrado a través del culto; tercera, asegurarse el favor de la divinidad disciplinando el comportamiento cotidiano, acudiendo a la ética, acogida como ley dictada por Dios.
Por definición la religiosidad es individuo-céntrica y por eso se acoraza con el recurso a la libertad individual. El sujeto escoge sus certezas, su propia fe, jactándose de su ortodoxia dogmática y pretendiendo validez racional para sus convicciones metafísicas. En suma, un ejercicio ideológico que expresa el instintivo impulso de auto-conservación, que lo conduce a confiar absolutamente en su inteligencia hasta construirse un ídolo, el de su capacidad intelectual. Cae así en la engañosa persuasión de que es asunto de fe su renuncia al control racional de las proposiciones metafísicas que le dan sustento: una fe que se transforma en “eunuquismo de la razón” (Yannaras, 2012: 30) y que prefiere, en consecuencia, recurrir a una autoridad superior que las verifique o las convalide. De aquí al “misticismo religioso” hay solo un paso; se identifica la fe con el sentimiento, que nuestro sujeto caracteriza como el conocimiento o la certeza independiente de los sentidos y del funcionamiento de la inteligencia. En definitiva, una religiosidad dominada por las prioridades psicológicas y que por eso aprecia “la carga emotiva, la tensión entusiástica, la elevación gozosa” (Yannaras, 2012: 34).
Y con ello, la renuncia a la libertad. En la escena irrumpe entonces la religión institucionalizada, que colma la falta de certeza del conocimiento y de seguridad en las convicciones. El sometimiento a ella, que libera al individuo del riesgo, de la responsabilidad, de la libertad en suma, arriba hasta el fanatismo; “un voluptuoso retardo del destete, un cómodo rechazo de la mayoría de edad… un infantilismo prolongado” (Yannaras, 2012: 38-39). El mismo autor (2012: 41) precisa: “Aun las reverencias, el besamanos, las postraciones de adoración han sido adoptados para manifestar el respeto frente a los gestores de la sacralidad”[2]. Asunto de otro momento sería la eventual valoración del placer experimentado por quien tiene la posibilidad de someter y guiar a los otros, un producto de la satisfacción del ciego instinto de dominio.
2. Una fatigosa historia
En realidad no existe historia alguna que no haya sido trabajosa. La del arte que llamamos cristiano se remonta a los tiempos en que el II Concilio ecuménico de Nicea (787) reaccionó contra los iconoclastas, que buscaban proscribir toda representación física, una imagen pintada o esculpida, en los lugares del culto cristiano: “típica señal de una mentalidad religiosa que idolatra conceptos intelectuales y doctrinas éticas” (Yannaras, 14: 137). Uno podría pensar que la paz constantiniana del 313 se extendía aun al arte cristiano, pues más allá de las verdades a medias instauradas por el decreto imperial -cuya mitificación ha tenido consecuencias insospechadas en la iglesia cristiana y aun en otras religiones-, con el hijo de santa Helena y su inmediato sucesor Teodosio, quien compartirá con él los títulos de “grande” y de “santo” en la iglesia ortodoxa, se había iniciado la institucionalización del cristianismo que se sumó al conjunto de cultos por entonces existentes (Mieli, 2013: 196-207). La religión comenzó a sustituir a la fe como acto de comunión, y la composición artística dejó de ser expresión de ella pues su función alegórica-alusiva de la realidad fue totalmente reemplazada por la de su re-figuración. Ya no se trataba de un remitir al espectador ni de un lanzarse del autor de la obra hacia el original representado, de un elevarse del modo de lo fenoménico al modo de la verdad, sino de notificar, describir, contar, enseñar, demostrar, adornar, deleitar. El arte griego antiguo y la iconografía bizantina estaban al servicio de la empresa de búsqueda metafísica, que procedía desde la ostensible manifestación del sentido de lo que existe a la participación en la comunión del sentido a través de la pintura o la escultura (Yannaras, 2012: 128)[3]. Pero ahora, de la composición reveladora, la alegórica, la alusiva, se resbalará hasta la composición simplemente re-figurativa. Será entonces cuando surja, junto al lenguaje religioso, el arte religioso: ambos abolirán la dinámica comunional de los que se llamaban a secas lenguaje y arte, persiguiendo, a cambio, la mayor objetividad posible para hacerse accesibles a una indiferenciada masa humana.
Algunos rasgos del arte originario se conservan todavía en los desarrollos artísticos con que los nacientes pueblos de Occidente imitan los que les han trasmitido los misioneros latinos y griegos. A partir del siglo XII, el arte comenzará a evidenciar la ya cumplida institucionalización de la religión católica que los siglos precedentes habían ido construyendo; era la resultante del absolutismo de papas y reyes al que empezaron a contribuir por parte católica romana Gregorio VII, Inocencio III y más tarde Bonifacio VIII, con la oposición también autocrática de Enrique VI, de Federico Barbarroja, de Felipe el Hermoso. El arte será “naturalista”: “en la construcción gótica el material es violentado, domado racionalmente para que sirva a finalidades psicológicas, a prefijadas líneas ideológicas” (Yannaras, 2012: 133) porque pone de manifiesto la ambición humana de representar en la tierra el poder absoluto del trascendente que, en manos de la institución, puede atar y desatar.
Si desde entonces se delinea la diferencia entre pintura sagrada y pintura profana, es la “sacralidad” tradicional de personas, lugares, acontecimientos y aun objetos lo que determina el carácter religioso del cuadro[4]. Sacralidad que llega al culmen con el barroco, un arte que sin duda ha legado a Occidente una bella herencia pero marcada por la ambición de recuperar con la instrucción doctrinal los espacios de los que se habían adueñado las herejías persistentes desde el siglo XII[5]. Llegarán luego los tiempos iniciados por el Concilio de Trento que, en pie de guerra con la herejía de la reforma protestante desde mediados del siglo XVI, alentó la que poco después se caracterizó como contrarreforma católica. Primera cultura de masa de la historia, el barroco buscaba dirigir las voluntades humanas de los individuos, agrupados en masas, por lo general más urbanas que rurales pues era la ciudad la que favorecía el contacto con los instrumentos culturales, entre ellos el de mayor relieve el teatro. Transitando desde el ámbito privado de los palacios de los reyes y los nobles a las calles y las plazas, la escena teatral ayudó a confeccionar un mundo que luchaba por reforzar el orden de la sociedad tradicional, con su régimen de privilegios y de monarquía absoluta y estatocrática. “Arte de los regímenes autoritarios, glorificación de los poderes constituidos” (Maravall, 1975: 238), no habrá cultura barroca sin el triunfo, así sea temporal, de la autoridad. Alimentado por la conciencia de la fragilidad humana del pecador necesitado de redención, más todavía, sediento de un sentido para su experiencia cotidiana, afirmará empero la ilusoria calidad de la misma, si bien apoyado sobre ella. Para colmo, la existencia humana, lo declamaban o cantaban por todas partes en los teatros, es un sueño del que nadie puede salir en la vida cotidiana porque los demás se encuentran en las mismas condiciones. Está alboreando el individualismo: la intimidad no existe o al menos no se conoce; el otro es un individuo anónimo ante quienes lo rodean, cerrado, sin vínculos, desdibujado en una multitud masificada (Maravall, 1975: 333-334).
La aprobación cristiana del culto de las imágenes manejaba dos argumentos: la encarnación y la resurrección de Cristo, tangible la primera y simbolizada en términos físicos la segunda, que darán el primado a la vista sobre el oído, a la imagen sobre la palabra. Por eso el cristianismo empezará a caracterizarse como una religión de la imagen, en contraposición al judaísmo y al islamismo, arraigados en la palabra. Mil años después, a la mitad del siglo XVIII (1750), Alexander Baumgarten acuñará la palabra “estética” para distinguir su teoría de la sensibilidad; si según él son los sentidos los que juzgan, el paso al mundo de los afectos está asegurado[6]. Decenios más tarde Immanuel Kant tendrá una opinión contraria: los sentidos no juzgan porque no piensan: por eso “el cuerpo no puede ser figurado o representado dentro del esquema de la ética kantiana”. La belleza será salvada por Wilhelm Hegel porque ella es la aparición sensible de la idea. Pero el barroco se había impuesto en Occidente… y en el arte del catolicismo romano y aun del protestantismo. La palabra remplazaba definitivamente a la imagen, poniendo a ésta al servicio de aquella (Eagleton, 2006: 74)[7]. No era ya la palabra de la escolástica, que se reservaron para sí los estudiosos, ni la del predicador iluminado, que fue sustituido por el catequista doctrinero, sino la del teatro. De eso se trataba, de una estetización de la vida cotidiana que la transformó en permanente y ansiosa espera del juego y la fiesta, en conflicto con el proyecto del mundo moderno que los calendariza, relegándolos a determinados y limitados momentos del año. Y así, el mundo todo, y por tanto la santidad, se convertía en escenario teatral pues de ella se emigraba, una vez más, a la esfera de la sacralidad. Las imágenes de los santos fueron poblando y repoblando las iglesias, las capillas, las casas religiosas, las calles y las plazas, y aun los edificios públicos y las habitaciones de las gentes, las del pueblo y las de la burguesía. Si puede pensarse que las clases populares, con la devoción religiosa que hasta poco tiempo atrás las ha caracterizado, no eran conscientes de cuanto había detrás del enfrentamiento entre el proyecto barroco y el de la modernidad, resulta posible atribuir una similar inconsciencia a quienes dirigían la sociedad. Al fin de cuentas, unos y otros estaban movidos simplemente por las dinámicas sociales que los habían ido conduciendo hasta allí. El barroco pasaba a ser ya una manera sacral de mirar el mundo, que permearía la vida social de América Latina, y por eso la de la Nueva Granada y de la Colombia que la sucedió. A mi juicio, con un influjo que continúa todavía hoy.
3. La santidad cristiana en la devoción popular o el arte al servicio del adoctrinamiento
Es la historia, maestra de vida, la que deja traslucir cierta verdad inquietante: las iglesias cristianas han ido cayendo en una ideologización laicista de sus creaciones artísticas, que ha llevado a las políticas eclesiásticas a tomar la delantera sobre la expresión de la fe. Habiendo encuestado el fenómeno desde sus orígenes, una revisión somera de lo acontecido en la iglesia católica romana permitirá clarificar la afirmación ahora planteada. Procedemos por tanto a una evaluación del significado que la santidad ha tenido para la devoción popular en la Colombia del siglo ya terminado y primer decenio del sucesivo. Nuestro objeto de trabajo no será la noción misma sino su reflejo en la expresión pictórica y escultórica de ella a través del culto a los santos que a lo largo de esa época la iglesia católica romana propiciaba en el país. Tomamos pie en lo que su Concilio Vaticano II (1962-1965) declaraba desde los inicios, ya en 1963:
Entre las actividades más nobles del ingenio humano se cuentan…las bellas artes, principalmente el arte religioso y su cumbre, que es el arte sacro. Estos… están relacionados con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas. Y tanto más pueden dedicarse a Dios cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres hacia Dios… La Iglesia nunca consideró como propio estilo artístico alguno, sino que, acomodándose al carácter y las condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo, creándose en el curso de los siglos un tesoro artístico… Ha de ejercerse libremente con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia (Concilio Vaticano II, 1963: 122-123).
Y un año después subrayará que la santidad pertenece no solo a la estructura de la Iglesia sino que consiste, por excelencia, en su objetivo propio:
Los seguidores de Cristo… han sido hechos por el bautismo… verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos… Quedan por eso invitados y obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad… Veneramos la memoria de los santos por su ejemplaridad, pero más aún con el fin de que toda la Iglesia… se vigorice en el ejercicio de la caridad fraterna… Es…sumamente conveniente que… “para impetrar de Dios beneficios… acudamos a sus oraciones, protección y socorro” (Concilio Vaticano II, 1964: 40.42.50)[8].
El diccionario de la Real Academia Española reserva la expresión ideología a la “rama de las ciencias filosóficas que trata del origen y clasificación de las ideas” e ideologizar a “imbuir una determinada ideología”. El Diccionario de uso del español avanza, señalándola como “Doctrina. Ideario. Conjunto de ideas o de ideales”. Pero el uso marxista del vocablo ha llevado a una definición que las ciencias sociales han asumido progresivamente: “Llamamos ideología un conjunto de proposiciones teoréticas (ideas, principios, objetivos, ideales, esquemas interpretativos, directivas de valor) que ambicionan constituirse en guía de la praxis de la vida de los hombres” (Yannaras, 2012: 80). Ideología e ideologización, por tanto, corren paralelas, existe la primera pues confluye por fuerza en la segunda. Es justamente una ideologización lo que ha sucedido en el arte cristiano. El itinerario seguido por la significación de los santos a quienes más acude la piedad del colombiano medio lo revela en abundancia.
Empezando por la que ha asumido la representación de la Trinidad, que el cristianismo ubica al centro de su confesión de fe. No es raro encontrarla incluida, sin precedencia alguna sobre las demás, entre las numerosas efigies de santos que ornamentan las columnas de una de tantas iglesias parroquiales o de capillas privadas. El conjunto de personajes esculpidos o pintados subraya la encarnación del Hijo, resulta haciendo otro tanto con el Padre, y simbolizando, por lo general con una paloma, al Espíritu Santo[9]. De ahí que el arte peruano y boliviano, en parte el ecuatoriano, ha llegado hasta mostrarnos un ”Jesús del gran poder” que en ocasiones tiene tres rostros idénticos, y cuya festividad adquiere un significativo despliegue procesional.
Las imágenes de san José, el padre de Jesús, plantean un extraño conflicto con las de san Antonio de Padua. José de Nazaret exhibe dos símbolos idénticos a los que presenta el santo italiano: el Jesús niño, por lo general en brazos, y el lirio o la azucena representativos de la virginidad. Con una diferencia radical: José es un hombre casi o totalmente anciano y Antonio un joven, por lo general atractivo. Ningún testimonio evangélico reporta la edad del padre nutricio o putativo de Jesús, mientras aparece un hombre adulto, no muy entrado en años, en los iconos y mosaicos bizantinos. No conozco estudios de las diversas posiciones del infante y de los símbolos que lo caracterizan cuando acompaña a san Antonio –a veces exhibe en sus manos el globo del mundo o está coronado o sentado en un libro (García, 2014). De la predicación apasionada del santo italiano en defensa de los pobres solo saben algunos de sus devotos que convencía más a los peces que a sus oyentes. Y el esfuerzo de Pío XII en 1955 por reemplazar la fiesta socialista del trabajo por la de san José obrero, patrono de los trabajadores, no parece tener hoy mayor importancia; en cambio se le ha confiado la protección de los moribundos porque una leyenda sin base evangélica alguna asegura que murió a los ciento veinte años en brazos de María, su esposa desde que él tenía noventa de edad, y de Jesús, quien para entonces había llegado a los treinta y estaba a punto de ingresar en la vida pública.
Sorprende también la así llamada “Sagrada familia”, de la que grabados, pinturas y esculturas, una costumbre muy antigua, nos muestran abundantes referencias a los escritos apócrifos del cristianismo originario y no al evangelio, escaso en informaciones como grupo social (Marcos, 2015). Pero según las corrientes en América Latina, al menos desde el punto de vista de la composición artística, María la madre adquiere mayor relieve que el hijo, en realidad el más importante. José queda reducido a un papel terciario, expresado por su edad, la de un anciano, y por su actitud lejana y su ubicación, detrás o muy al costado, en el conjunto de la imagen; en muchos casos, se tiene la impresión de que sobrara su presencia en el grupo. Por descontado que los rostros y gestos de los tres personajes nada tienen que ver con el indígena ni el negro que poblan el continente; como máximo asemejan a los de un criollo.
Con raras excepciones, san Juan Bautista, en palabras del mismo Jesús (Evangelio de Lucas 7, 28; Evangelio de Mateo 11, 11), “el mayor entre los nacidos de mujer”, un personaje crucial en el arte de la edad media y del renacimiento, ha adquirido escasa relevancia en la comunidad católica romana del país, que prefiere centrar su atención en otros santos que le resultan más cercanos. Ninguna atracción despierta su figura adusta, macilenta y de un cuerpo envejecido por la penitencia, a pesar de que las fuentes bautismales ornamentadas con pinturas o esculturas alusivas a él suelen mostrarlo joven y en ocasiones acompañado de Jesús mismo a quien bautiza. Interrogados sobre el papel clave del Bautista en el evangelio cristiano, poco o nada afirman conocer los católicos romanos. Hasta poco tiempo atrás algunos sabían que era hijo de Isabel, a quien el rosario mariano identificaba como prima de la madre de Jesús. Y no faltan quienes aseguran que administró a Jesús el sacramento cristiano del bautismo: ¿un velado rechazo de la fe judía en la que ambos mueren?
Otro tanto sucede con los cuatro autores de los evangelios cristianos Marcos, Lucas, Mateo y Juan. Algún encanto, novelesco en ocasiones, ha adquirido la figura del apóstol Juan, mientras en años recientes las de Mateo y Lucas se reducen a la selección de un nombre para los recién nacidos sin que cuente el que hayan sido bautizados o no. En cambio, la piedad popular ha puesto en lugar relevante a un desconocido san Marcos de León, de quien el animal acompañante hace manifiesto que se trata ni más ni menos que del evangelista Marcos; pero los devotos, desconocedores de la historia del discípulo del apóstol Pedro, poco se interesan por su eventual significado para la propia, porque solo los atrae su eficiencia milagrosa.
No menos rara resulta la situación, en el conjunto de los santos cristianos, de los Apóstoles, “los Doce” según el evangelio. Abundan sus representaciones grupales, por lo general en el marco de la última cena que comparten con Jesús. Excepción hecha de san Pedro y san Juan, es Judas Iscariote la personalidad que en los últimos decenios provoca una creciente fascinación. Relegado durante siglos al papel del traidor, y por eso despreciado, la curiosidad fantasiosa del barroquismo latinoamericano lo ha elevado hasta un puesto de realce en el que se entremezclan relatos de cierta novelística contemporánea que le atribuye extrañas relaciones con personajes para y extra-evangélicos[10].
La típica barba de un san Pedro anciano, que empuña las llaves distintivas del poder atribuido a la Iglesia de atar y desatar pero asignadas a él por el humor popular como portero del cielo, en tanto que su homólogo san Pablo, de quien se conocen a mala pena sus epístolas, hace otro tanto con la espada que simboliza su martirio son algunas de las someras informaciones en mano de la mayoría de los laicos católicos romanos acerca de los dos apóstoles claves en la consolidación de la fe cristiana. Esos laicos no tienen mayor noticia sobre los restantes miembros del grupo de los Doce: del apóstol Tomás solo se critica su incredulidad ante el Resucitado, algunos identifican a Mateo el apóstol con el autor evangélico o saben que hay entre los discípulos de Jesús un Judas “bueno”, Tadeo, quien recibe atención en Colombia y en otras regiones de América Latina. Y aunque los nombres de unos y otros dan identidad a instituciones educativas, parroquias, seminarios, diócesis, etc. se desconoce su ubicación en el relato evangélico.
Mayor entusiasmo que los dos símbolos, respectivamente, del pastoreo de la Iglesia y de su misión hacia el exterior de ella misma despierta una figura singular, hoy excluida del santoral de la iglesia católica romana pero en cuyo culto y estima insisten todavía muchos creyentes. Se trata de san Cristóbal, a quien se ha encargado desde hace siglos de proteger a quienes emprenden un viaje, a pesar de que, en realidad, el primer viajero reportado en la historia del cristianismo fue José de Nazaret. Según la leyenda, Reprobus era un semita (¿judío, árabe?) que había servido al rey de Canaán, de cara aterradora y más de dos metros de altura, convertido por un monje que le impone como penitencia por su mala vida pasada ayudar el paso de los peregrinos obligados a la travesía de un caudaloso río; versión cristiana del mito de Caronte, el navegante de los infiernos que conduce a través de la laguna Estigia a los recién llegados. En ese oficio se encontrará un día con el niño a quien carga al hombro para cumplir su tarea; Jesús en persona, porque de él se trata, cambiará su nombre por el de Cristóbal, “portador de Cristo”. Esta etapa del relato encarna la cristianización de otro mito el de Eneas constreñido a escapar de la destruida Atenas, que lleva consigo a su padre Anquises y a su hijo Ascanio para llegar al lugar donde poco después será fundada Roma. La investigación ha develado que Reprobus o Cristóbal, de quien se dice que fue martirizado hacia fines del siglo III y por eso muy venerado en las iglesias orientales, se habría confundido con san Menas, un soldado romano de indudable historicidad que se va al desierto egipcio tras su bautismo, hecho mártir en Alejandría a comienzos del siglo IV, patrono de peregrinos, mercaderes y caravanas del desierto frente a nuestro Cristóbal, protector de atletas, marineros y viajeros. Nótese que subyacen aquí las secretas pugnas por la preeminencia interna de las primitivas comunidades eclesiales hacia los tiempos de Constantino y de las luchas iconoclastas apenas en los inicios.
Si la inclusión del barquero Reprobus en el conjunto de los santos no corre con suerte, otra será la del apóstol Santiago, el Mayor. Ya en el siglo VI había surgido entre los cristianos de Occidente la leyenda de su predicación en la actual España, pero sus pobladores solo se enteraron del hecho a fines del siglo VII. Y entre 818 y 835, en el naciente reino de Asturias, fundamental para el futuro imperio español del siglo XVI, será descubierta entre ciertas sepulturas remotas destinadas a los cristianos una tumba que el obispo de Iria, Teodomiro, identificará con la de los restos del apóstol, abandonando la antigua ciudad romana donde tenía su sede y trasladándola a los pies de la tumba recién encontrada, que se convertirá a su vez en Compostela. En el nombre del santo, el rey Alfonso II, interesado en la lucha contra los herejes de la época y los musulmanes, y por eso aliado del franco Carlomagno, primer emperador coronado por un papa, hará construir la llamada catedral de Compostela. Terciará la misma virgen María, la madre de Jesús, en favor de Santiago, pues se aparece a él en Zaragoza hacia el año 40 cuando aún vivía, dejando como testimonio un pilar, el que dio lugar a la devoción hacia Nuestra Señora del Pilar; y junto a ella el nuevo rey, Alfonso III, invocará su protección en la victoria sobre los enemigos. Santiago se transforma así en patrono personal de los reyes de Asturias, y en motor de la reconquista española (Rouche, 2005: 85)[11]. Sin embargo, y como conclusión del estudio encargado a una comisión de expertos, León XIII reafirmará la pertenencia de los restos al apóstol en la bula Deus omnipotens, del 1 de noviembre de 1884, por la época en que arreciaba la epidemia del cólera en la península italiana, en la ibérica las elecciones que hacían parte de la restauración borbónica daban la victoria a los conservadores sobre los liberales, y el mismo pontífice renovaba su condena a la masonería y el “non expedit” de Pío IX para la intervención de los católicos en la vida política de sus países. No son hoy de buen recibo los frescos y lienzos, que, instalados en el interior de iglesias y conventos, a partir de entonces mostrarán a Santiago “matamoros” quien, a caballo y espada en mano, hiere y aplasta musulmanes a discreción; tampoco el grito “¡Por Santiago y por España!” con que las tropas reales terciarán contra los indígenas en las posesiones de América y más tarde contra los criollos revoltosos que buscaban liberarse del dominio extranjero. Sin embargo, su nombre confiere sacralidad a iglesias, diócesis, calles, barrios y ciudades.
Menos relevante pero también influyente en la mentalidad católica romana es el caso de san Roque. Francés de origen, se suma a inicios del siglo XIV a los peregrinos que van a uno de los jubileos que hacen indispensable viajar hacia Roma, pero en el norte de Italia contrae la peste tras haber predicado en varias localidades del país y socorrido a los apestados. Para no enfermar a otros se refugia en el bosque, donde el perro de un vecino lo libra de la muerte nutriéndolo con mendrugos de pan. En los siglos posteriores, al animal, más que al santo, se dedicarían celebraciones específicas en algunos lugares de influjo español. La tradición afirma que san Antonio abad, el monje egipcio que morirá a los 105 años a mediados del siglo IV y a quien se dirige el Oriente cristiano como patrono de todos los animales –un cuervo lo alimentó siempre en el desierto-, alivia su trabajo dando permiso a san Roque para que se encargue de los perros. Sobra advertir que muchos países europeos y ciertamente los de la América Latina prefieren a san Francisco de Asís como protector de los animales; lo demuestra la ya antigua costumbre de bendecir la población canina en la víspera de su fiesta. A san Roque se ha reservado en cambio la protección contra la peste y las epidemias, que la medicina moderna ha ido exorcizando. Fue Gregorio XIII quien canonizó a Roque en 1584; el papa, de poco feliz recordación en la historia romana a pesar de ser italiano, había reaccionado con el silencio ante “la noche de san Bartolomé” (1572) en la que los católicos masacraron a cientos de protestantes, y poco después se diría que respaldaba la matanza cumplida por los franceses, compatriotas del santo, al presidir un Te Deum de acción de gracias en la iglesia romana a ellos encomendada.
Al lado de san Roque, san Isidro. Un campesino piadoso y caritativo, que vivió y murió en Madrid entre fines del siglo XI e inicios del XII, para la época un ambiente más rural que citadino, se verá obligado a huir con su esposa, María Toribia, ante la invasión musulmana del centro de España, y constreñido a trabajar junto con ella en un lugar extraño. El relato de los ángeles que manejaban el arado mientras él participaba en la misa lo llevará a ser patrono de los labradores; un cuadro que presidió las salas de recibo de muchas casas colombianas y todavía las de algunas habitaciones campesinas. Habrá que esperar todavía cinco siglos para que en 1622 Gregorio XV lo haga santo, en el ámbito del nuevo esplendor de la España golpeada por el predominio francés del siglo precedente a causa de la guerra de los treinta años (1618-48), determinante a su vez para la decadencia del imperio hispánico; un manejo en parte político de contrastar la política pontificia que había preferido durante buen tiempo a los reyes de Francia. En cambio, Inocencio XII, un italiano que favorecería poco después a los franceses en la sucesión para la corona de España del rey Hasburgo Carlos II, proclamará beata en 1697 a la también española esposa de Isidro, con el nombre de María de la Cabeza, menos conocida sin embargo en Colombia.
Nótese que se ha hablado de santos varones, con excepción de las someras referencias a santa María de la Cabeza –hecha tal en el siglo sucesivo- y a la virgen María. No examinaremos en esta ocasión la devoción y el culto a la madre de Jesús, que merece consideración exhaustiva porque sintomático y revelador del estado de la fe cristiana en el país. Para determinar, por ejemplo, los motivos de las ocultas pugnas entre sus diversas y abundantísimas advocaciones (virgen del Carmen, de Fátima, de Lourdes, de Medjugorje, de la Medalla Milagrosa o “de los rayitos”, como es conocida en Colombia), y de preferencia por las extranjeras sobre las locales y nacionales; valdría la pena encuestar hoy a los jóvenes católicos colombianos sobre el nombre y la historia de la advocación mariana patronal, y hacer otro tanto con los de cada departamento para detectar su conocimiento de la correspondiente a la propia región. El resultado pondrá al descubierto los alcances de la evangelización sobre la figura de María.
Nos ocupamos ahora de un aspecto también revelador del hecho religioso en Colombia: se trata de la ideologización de la dimensión sexual en el culto a los santos que ha llegado hasta nosotros. La historia seguida por la devoción a santa María Magdalena, que el 3 de junio de 2016 recibió la atención del papa Francisco cuando dio a su fiesta un puesto de alto significado en el santoral romano, deja mucho que desear. Mientras la iglesia ortodoxa incluye en el suyo desde el siglo IV a la discípula de Jesús, solo en el siglo XIII empieza a ser importante para la iglesia de Occidente gracias a la recién nacida orden de los Predicadores, los dominicos. Hace parte ella del grupo de mujeres que permanecen junto a la cruz de Jesús (Evangelio de Juan 19, 25)[12], abandonado por los doce hombres discípulos suyos; ellas serán también testigos de la resurrección: María de Cleofás, según tradición apócrifa hermana de san José y por eso cuñada de María la madre del Señor, y María de Salomé; santas todas pero solo la Magdalena[13], como suele conocérsela, objeto de devoción. La tradición oriental afirmaba que tras la muerte de Jesús se había retirado a Éfeso, el lugar que habría elegido como residencia, en compañía del apóstol Juan, otra María, la madre de Jesús; años después la santa morirá allí, y en 886 sus reliquias serán trasladadas a Constantinopla donde se conservan todavía. La novelística fantasiosa del actual Occidente, que ha dado lugar a largometrajes de no escasa aceptación entre los mismos católicos romanos, ha creado sucesivas leyendas de una relación amistosa entre María de Magdala y Juan, el discípulo de Jesús, pero siempre en función de una supuesta relación conyugal y de la concepción de varios hijos entre ella y el maestro de ambos. El asunto se remonta al último decenio del siglo VI cuando el papa san Gregorio Magno, con base en tradiciones orientales apócrifas, identificó la figura de la adúltera (Evangelio de Juan 8, 1-11)[14] con la de la Magdalena, y la tradición popular la condenó a pasar en penitencia el resto de su vida en el desierto dentro de una cueva[15]. Porque con el correr del tiempo se sumó a las dos figuras la de María de Betania, hermana de Lázaro el amigo -y por eso amiga- de Jesús; los dos hermanos, del grupo de setenta y dos discípulos del Mesías, habrían llegado en barca por el Mediterráneo huyendo de las persecuciones, y desembarcados en las costas francesas viajarían hasta la Provenza; luego de evangelizar la región, María se irá al desierto y al morir, mártir según otros, será sepultada en ese territorio. La confusión logrará dilucidarse solo tras el Concilio Vaticano II, cuando la liturgia de los difuntos incluía todavía su nombre junto al del Buen Ladrón[16]. Por todo esto se convirtió en patrona de instituciones, religiosas y estatales, que se ocupaban de la educación de las mujeres, sobre todo de las que habían dado a luz un hijo por fuera del matrimonio socialmente aceptado, el sacramental[17].
En realidad, la ya señalada competitividad entre las iglesias cristianas de Oriente y Occidente era en parte responsable del relato extra-evangélico de María Magdalena. Venerada de tiempo atrás por ortodoxos y coptos, según indudable testimonio, la que sí había existido en Alejandría fue santa María Egipcíaca, muerta octogenaria en 421 o 422. Fugada de casa hacia los doce años, no teniendo cómo vivir se dedicó a la prostitución y a pedir limosna en la capital egipcia. Cercana a los treinta de edad, se embarca con varios peregrinos en camino hacia Jerusalén, seduce uno a uno a los compañeros de viaje pero al final se arrepiente, y convertida se retira en penitencia al desierto. A pesar del recuento legendario de su vida que hacen otros, la devoción popular la elevó a ser patrona de las prostitutas arrepentidas, pero por cierto no entre nosotros, que preferimos recurrir a santa María Magdalena.
Si fuera de la madre virgen de Jesús, posiblemente por serlo, son pocas las mujeres santas que reciben la atención de los católicos romanos devotos -deudores al Santoral romano que las distingue como mártires o vírgenes o al menos viudas, condición hasta hace poco absoluta para ingresar en él[18]-, vale la pena reseñar el caso del culto a san Sebastián, quizá más conocido en países distintos de Colombia, como Chile, Bolivia y Guatemala. Nacido en la Galia, comandante militar de la legión que protegía a Diocleciano, se hizo cristiano en secreto pero puesto al descubierto será condenado por el mismo emperador a morir saeteado, cuando apenas superaba los 30 años de edad y se iniciaba el siglo IV. Es notable la estrecha semejanza de su historia con la de san Expedito, suprimido del Martirologio romano a inicios del siglo XX, pero aún hoy venerado en Alemania, algunas regiones de Italia y en Chile. La diferencia mayor se percibe en la representación artística de su figura en iglesias, oratorios públicos y privados, palacios, abadías y monasterios tanto de hombres como de mujeres: a partir de la Edad media, con sorprendente iteración, mientras Expedito se muestra vestido con sus prendas de soldado romano, la pintura y la escultura occidentales no dejan de subrayar la hermosura del joven cuerpo del mártir Sebastián, casi totalmente desnudo, herido por las flechas, escasas o numerosas, algunas veces agonizante y otras ya muerto, en tal pose de abandono que parecería insinuar una gestualidad confinante entre lo masculino y lo femenino. En el otro cuerpo desnudo, el de Jesús crucificado, no hay belleza alguna, al menos según los cánones corrientes entre nosotros, y tampoco existe en el de Juan el Bautista, el de san Pedro o el de san Andrés al sufrir el martirio, los tres siempre parcialmente desnudos, ni en el desollado del apóstol san Bartolomé. Único santo y único mártir esculpido o pintado con esas características, los simpatizantes católicos de la comunidad LGBTI (por sus siglas en español: lesbianas, gays, bisexuales y trans e intersexuales) lo miran con especial aprecio y desde hace un tiempo lo reivindican como santo patrono para su movimiento. En cualquier caso, uno se pregunta por esa especie de fijación que ha superado los entornos culturales, geográficos y aun los períodos de la ya larga historia del Occidente cristiano; en contraste, la estética del Oriente ortodoxo deja ver un san Sebastián de rasgos muy distintos. Sin embargo, ambas iglesias, sumadas a ellas la mayor parte de las comunidades protestantes, han rechazado agriamente la homosexualidad de hombres y mujeres hasta muy entrado el siglo XX.
Lo que nos remonta a la representación artística del apóstol Juan, por lo general identificado con el autor del evangelio y las cartas que llevan su nombre. Hay una evidente semejanza entre la figura juvenil de san Sebastián y la suya. Una larga tradición ha igualado con él al “discípulo amado”, citado repetidas veces en el evangelio atribuido al mismo Juan[19]. El evangelio solo afirma que el discípulo amado, que estaba “al lado de Jesús” en la cena de la noche de la pasión, será invitado a señas por su compañero Pedro a pedirle al Maestro que señalara al potencial traidor, y por eso “acercándose más a Jesús” le hará la pregunta (Evangelio de Juan 13, 13-25); por el mismo texto, único entre los cuatro canónicos, nos enteramos de que acompaña a María, la madre de Jesús, y a María Magdalena en la tarde de la crucifixión[20] (Evangelio de Juan 19, 26-27). Siempre al costado de Jesús y reclinado en su pecho durante la última cena, o completando el grupo de los evangelistas con el águila a su lado, escultores y pintores se complacen en subrayar su juventud y diseñarle un cuerpo que hace presentes un rostro y unos ademanes que, de nuevo, trasgreden los tradicionales límites de la masculinidad y la feminidad. Escasísimas las noticias, sin embargo, sobre el discípulo Juan del que hablan los evangelios sinópticos, ambicioso del primer puesto entre sus compañeros (Mc 10, 35-45; Mt 20, 20-28)[21], y uno de los que dejan solo a Jesús en su camino a la cruz. América Latina prefiere, por lo general, verlo en la escena del Calvario, y en varios lugares es tradicional la mutua persecución física de las imágenes de san Pedro y san Juan, en competencia con la Magdalena, la mañana del día de Pascua.
4. A manera de conclusión
No hemos buscado cuestionar el significado mismo del culto a los santos. Tan solo constatar la interrelación de su creciente o decreciente difusión con los contextos políticos y culturales, a veces subyacentes y en ocasiones evidentes, de las épocas históricas en la que han surgido y de las que continúan favoreciendo su veneración. De ahí la sospecha de una ideologización surgida al interior de la comunidad eclesial y la sociedad civil, que busca sacralizar, para validarlos públicamente, intereses no tan santos.
Como sucede en los relatos de las vicisitudes de los patriarcas bíblicos, las leyendas que rodean a tantos de los antiguos santos aquí descritos, y aun a muchos de los recientes, hacen parte de la comunicación informal que suele rodear a los personajes reconocidos en el ambiente social (Alfonso, 2013). Más todavía, permiten al devoto entrar en cierta intimidad con el santo, en la medida que reconoce en él atributos que acercan sus propias opciones y sus modos de existir en el mundo al proponerlo como ideal de vida. Y el origen de los criollos neogranadinos en los judíos y musulmanes conversos llegados desde la España de los tiempos inquisitoriales, a partir de 1492, al Nuevo Reino de Granada, hoy Colombia, en cantidades que solo disminuyeron hacia 1617 (Serrano, 2016: 29-56), puede dar explicación del tipo de religiosidad popular que se advierte todavía hoy en buena parte de los colombianos, sin distinción de estrato social. Pero una educación religiosa auténtica tendrá que ayudar a discernir cuanto allí pertenece a la realidad de los hechos y cuánto hay de legendario, so pena de caer en una veneración sin asidero histórico. Pues el afán por el respeto de la religiosidad popular no puede ignorar la realidad de que tan solo el tres por mil de la población colombiana sabe leer con sentido crítico un texto escrito[22]; y en tal estado de cosas aún más grande resulta siempre la dificultad de interpretar una comunicación verbal.
Hay que poner de manifiesto un hecho de fácil constatación para quien observa la simpatía del pueblo cristiano por los santos: la mayoría de ellos pertenece al sexo masculino. Pero reciben el sincero homenaje de la fe de las mujeres latinoamericanas, que superan con creces la cantidad de hombres que hace otro tanto. Habría que exceptuar de ese ámbito las nuevas santas, proclamadas en la segunda mitad del siglo XX y los casi dos decenios del XXI, que inclinan a su favor la conciencia de las mujeres influenciadas sin duda por las corrientes feministas contemporáneas; al menos la de quienes proceden de capas sociales medias o altas.
Nuestro recorrido sugiere que, sin descanso a lo largo de los siglos, el arte cristiano ha desafiado y aun superado la enervante obsesión de la predicación de las iglesias cristianas por intervenir en la sexualidad de los creyentes. El interés del artista por la estética del cuerpo humano invita siempre a ocuparse de la realidad de la carne frente a una malentendida espiritualización que la cubre y la recubre, dejando de lado la simplicidad de la imagen artística que lanza más allá de ella misma.
La investigación histórica va de la mano con la expresión artística si quiere penetrar en las dinámicas sociales y culturales de un poblado, una ciudad, un país o un continente. La interpretación del historiador que no la aborda pierde el alma porque los hechos se tornan en acontecimientos, y por tanto en historia vivida y viviente, cuando trasmiten los sentimientos y los afectos humanos así como las miradas hacia el significado más íntimo de la realidad humana, no solo a sus conflictos políticos o a las peripecias de la vida cotidiana donde las angustias económicas ocupan entre nosotros el primer lugar. Por otra parte, flaco servicio presta el arte a quien dice apreciarlo prescindiendo de las forzosas interrelaciones de los diversos contextos en que nacen sus producciones. Labor de vigilante de los procesos humanos corresponde al historiador que esté atento a la complejidad de los tiempos y por eso de acompañante del artista que, a su vez, pretenda traducir en términos estéticos no la simple re-figuración del mundo de la vida sino una alternativa crítica[23] a él: “La actitud estética o la “forma estética de contemplar el mundo” es generalmente contrapuesta a la actitud práctica, que solo se interesa por la utilidad del objeto en cuestión” (Beardsley y Hospers, 1997: 99) [24]. Una fuente, por tanto, para la honestidad que lectores y oyentes esperan de su historiador.
Podemos esperar que el arte cristiano favorezca una auténtica devoción a los santos pero solo a condición de que logremos afirmar con Michail Bulgakov, dramaturgo Ucraino, muerto en Moscú en 1940: “En la belleza de la naturaleza, como en las obras de arte, se siente la parcial y primitiva transfiguración del mundo, su manifestación en la sabiduría (Sofía), y la belleza con el propio eros eleva al hombre al mundo de las formas eternas” (Gentili, 1987: 39). Lo sabía Pablo VI cuando en 1964, a un año del inicio de su pontificado, se dirigió a los artistas reunidos en la Capilla Sixtina:
En esta operación que trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles, inteligibles, vosotros sois maestros… tenéis esta prerrogativa por el hecho mismo de hacer accesible y comprensible el mundo del espíritu, conservando a este mundo su inefabilidad, el sentido de su transcendencia, su ambiente de misterio, la necesidad de con juntarlo al mismo tiempo con la facilidad y con el esfuerzo…
Por añadidura, era consciente el papa de la ideologización cristiana del arte:
También se ha ocasionado algunas tribulaciones.
“Os hemos turbado porque os hemos impuesto como canon principal la imitación, a vosotros que sois creadores, siempre vivos y fértiles en mil ideas y novedades. Nosotros —se os decía— tenemos este estilo, es preciso adaptarse a él; nosotros tenemos esta tradición y es necesario ser fieles a ella; nosotros tenemos estos maestros y es preciso seguirlos; tenemos estos cánones y no hay otro camino”. Conferenza Episcopale Italiana (2010).
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[1] Si bien el apellido del autor es Yannaras, su correcta versión prosódica occidental sería Yannarás.
[2] La historia conserva la memoria de líderes civiles, y aun de eclesiásticos, que hasta tiempos recientes exigían de sus gobernados este tipo de homenaje.
[3] “Se parte con frecuencia de la premisa de que las tres religiones monoteistas están privadas de mitología y de símbolos poéticos; sin embargo, a pesar de que los monoteístas rechazaban los mitos de sus vecinos paganos, más tarde estos mitos reaparecieron frecuentemente en la nueva fe” (Armstrong, 2007: XIII).
[4] “Todas las religiones indoeuropeas tienen separadas sacralidad y santidad… La noción de sanctus indica que una persona está protegida contra cualquier violación de la intervención divina, transformada desde dentro y defendida por los dioses… es una persona revestida del favor divino… El sacer pertenece al ámbito de lo separado. Lo sacro está en el templo, lo santo vive en medio de los hombres” (Rouche, 2003: 23).
[5] Lo advierte Echeverría (2000: 90) al configurar el ethos o carácter barroco: “El calificativo de barroco, que se refiere originalmente a un modo artístico de configurar un material, puede muy bien extenderse como calificativo de todo un proyecto de construcción del mundo de la vida social”.
[6] Sin embargo: “La estética, escribe Baumgarten, es la “hermana” de la lógica, una especie de ratio inferior o de analogía femenina de la razón en el nivel inferior de la vida de las sensaciones” (Eagleton, 2006: 68).
[7] Meses atrás se ha publicado un libro del historiador italiano A. Barbero (2016), un análisis del sorprendente influjo que ha tenido la sola palabra de los pontífices católico-romanos, o la simple ausencia de ella, a lo largo de los últimos once siglos.
[8] Las comillas refieren a un decreto del Concilio de Trento.
[9] El imaginario popular sobre Dios Padre y el Espíritu Santo trasluce un decidido influjo véterotestamentario, aunque en el caso del segundo los estudiosos de la Biblia mantengan todavía una discusión sobre el significado de la figura de la paloma que se cierne sobre Jesús en el momento de su bautismo a manos de Juan en el Jordán (Evangelio de Mateo 3, 16 y paralelos; Conferenza Episcopale Italiana, 2010: 2185-2186, n. z).
[10] Bien puede hipotizarse que la misma catequesis católica romana y la protestante no han sabido explicar la trascendencia que el malogrado apóstol revistió para la misión de Jesús.
[11] “La cristianización del poder (culto de Santiago…) es tan fuerte en los espíritus, que la sociedad visigoda hace todo lo posible por cancelar el trauma de la Pérdida de España” (Rouche, 2005: 86; la bastardilla es del original).
[12] No coinciden dos de los Sinópticos en los nombres de las tres aunque sí en el de la Magdalena (Evangelio de Marcos 15, 40; Evangelio de Mateo 27, 56); el evangelio de Lucas (23, 49) no identifica a ninguna de ellas.
[13] Primer testigo de la resurrección de Jesús, de acuerdo con el más antiguo evangelio (Evangelio de Marcos 16, 9) y con el último (Evangelio de Juan 20, 11-18).
[14] La hermenéutica bíblica contemporánea está de acuerdo en que esa perícopa pertenece a uno de los evangelios sinópticos, o Marcos o Lucas, más que a Juan.
[15] Desde los orígenes se conservó entre los cristianos, por influjo del gnosticismo, la mentalidad de que una mujer de la que Jesús había lanzado siete demonios (Evangelio de Marcos 16, 9 –si bien se discute la autenticidad de la perícopa, y de hecho el evangelista la ha nombrado varias veces antes sin esa identificación- y Evangelio de Lucas 8, 2b, quien recurre a la fuente de Marcos) estaba obligada a la penitencia por sus pecados; dato curioso: no parece existir la misma norma para los varones que reporta el evangelio como pecadores.
[16]Aunque llamado Dimas en un texto apócrifo y Tito en otro, el Martirologio Romano lo incluye sin nombre entre los santos confesores; fija su fiesta el 25 de marzo, junto a la del anuncio a la virgen María del nacimiento de Jesús.
[17] Instituciones que en más de un caso llegaron a convertirse en lugares de castigo soterrado para el imperdonable pecado cometido, de las que solo en 1996 será cerrada la última en Irlanda; pero el proverbial influjo europeo en la América Latina republicana copiará varios de ellas hasta hace poco tiempo.
[18] Mientras los varones han sido caracterizados como mártires o “confesores”, calificativo este último que no hace referencia explícita a su estado civil, así sean solteros, casados, célibes o viudos. En la segunda mitad del siglo XX empiezan a ser proclamadas beatas o santas algunas mujeres que murieron estando todavía casadas; y aunque la mayoría de los devotos no son ni célibes ni viudos, poco afecto despierta en ellos este tipo de nuevas beatas y santas mientras invocan gustosos a santa Teresa de Calcuta y a la colombiana santa Laura Montoya, ambas religiosas.
[19] De hecho su texto no reporta explícitamente a Juan entre los elegidos por Jesús como apóstoles, discípulos cercanos a él, de los que solo proporciona una enumeración parcial; son los Sinópticos los que presentan algo más parecido a un elenco de nombres (Evangelio de Mateo 4, 18-22; Evangelio de Marcos 1, 16-20; Evangelio de Lucas 5, 1-11), y solo en una ocasión el cuarto evangelio hablará de “los doce” aunque sin revelar sus identidades (Evangelio de Juan 6, 70). Más todavía, nunca es nombrado Juan directamente en él, al tiempo que
Lucas (9, 54; 22, 8) y sobre todo Marcos (1, 19-20 y otras referencias) anotan su dependencia del padre Zebedeo desde que Jesús lo encuentra por primera vez.
[20] Es relevante la insistencia de los Sinópticos en el contraste de que los doce discípulos varones abandonan a Jesús.
[21] El texto ha sido omitido por el evangelio de Juan: ¿obvia discreción del autor?
[22] Aun si la estadística puede resultar exagerada, ni siquiera su reducción a tres de cada cien colombianos debilitaría el argumento.
[23] Porque la imagen puede ser relato, ausencia, acertijo, testigo, comprensión, pesadilla, reflejo, violencia, subversión, filosofía, memoria, teatro (Manguel, 2012: 7).
[24] Las comillas son del original.