¿El neopunitivismo, camino  a la esclavitud?*

Does neopunitivismo, road to slavery?

Faz neopunitivismo, estrada para escravidão?

Iván Ricardo Morales Chinome**

*  Este artículo es resultado del Grupo de Investigación "Nullum Crimen Sine Lege UN" registrado en Colciencias
**  Abogado de la Universidad Nacional de Colombia, Magister © en Derecho con énfasis en Sociología Criminal. Becario UN.

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RESUMEN

Actualmente el derecho penal se encuentra en permanente expansión, provocado por el aumento de los tipos penales, la inflación punitiva y el populismo penal, fenómeno que en Colombia ha llevado a alcanzar índices de hacinamiento desbordados en las prisiones con graves implicaciones en los derechos humanos de los internos; esta situación es causada por la transformación profunda en la sociedad colombiana generada por el ascenso del neoliberalismo –en la economía, la cultura y la política– y el neoconservadurismo, que le atribuyen al sistema de justicia penal y a la prisión nuevas funciones diferentes a las aceptadas en el discurso tradicional.

Palabras clave: Neopunitivismo, neoliberalismo, neoconservadurismo, prisión.

ABSTRACT

Currently criminal law is constantly expanding, caused by the increase of the criminal, inflation and populism punitive criminal phenomenon in Colombia, has been reaching levels of overcrowding in prisons overflowing with serious implications for human rights of inmates, this situation is caused by the profound transformation in Colombian society generated by the rise of neoliberalism in the economy, culture and politics-and neoconservatism, which he attributed to the criminal justice system and the prison new features different from those accepted in the traditional discourse.

Key words: neopunitivismo, neoliberalism, neoconservatism, prison.

RESUMo

Atualmente direito penal está em constante expansão, causada pelo aumento da inflação, fenómeno criminal e populismo punitivo criminoso na Colômbia, foi atingindo níveis de superlotação nas prisões transbordando com sérias implicações para os direitos humanos dos presos, esta situação é causada pela transformação profunda na sociedade colombiana gerada pela ascensão do neoliberalismo na economia, cultura e política e neoconservadorismo, que atribuiu ao sistema de justiça criminal e as características nova prisão diferentes daqueles aceitos no discurso tradicional.

Palavras-chave: neopunitivismo, o neoliberalismo, neoconservadorismo prisão.

 

Introducción

Es claro que la política criminal mundial se dirige a un aumento desmesurado y engorde de las prisiones, a una explosión de nuevas conductas penales, a la ampliación de interpretaciones judiciales que extienden el ámbito de la responsabilidad penal más allá de lo razonable, a un relajamiento de todos los límites y controles jurídicos a favor de la persecución y el castigo de los crímenes considerados más graves (derechos humanos, corrupción, terrorismo, violencia sexual, drogas) y una fantasía que ve al derecho penal como el remedio a todos los problemas sociales; sin embargo, este fenómeno que si bien se manifiesta de manera más fuerte dentro del Sistema Penal, hace parte de un proceso más grande, determinado por el auge del neoliberalismo, que involucra la transformación del Estado Welfare[1], el auge del populismo penal y la criminología mediática, y el desmonte del asistencialismo para dar paso al control de la pobreza por medio de la represión del Sistema Penal.
La actual situación del sistema punitivo está determinado por la noción de neopunitivismo, caracterizado por la expansión del poder punitivo a todos los rincones de la vida social, y que constituye un nuevo derecho penal, contrailustrado, con marcada deshumanización y con un recrudecimiento sancionador creciente.
Esta situación corresponde al acrecentamiento desmesurado e incontenible del número de las conductas calificadas de delictivas por la ley (fenómeno denominado corrientemente como "inflación de las leyes", "inflación penal", "expansión penal", "conformación paquidérmica" de las incriminaciones punitivas o hipertrofia del derecho penal) que se funda en la consideración simbólica del derecho penal como remedio exclusivo para todos los males sociales (panpenalismo)[2].
Igualmente, provienen del neopunitivismo manifestaciones restrictivas de los derechos fundamentales en el ámbito del enjuiciamiento. Aquí se reproduce, como consecuencia del fenómeno disfuncional señalado, una afectación de los fundamentos axiológicos de la jurisdicción penal, en general justificada únicamente en simples criterios de eficiencia y lucha contra el crimen. Así pues, bajo la invocación de lograr eficacia en la persecución y el castigo de los delitos y ante la enorme cantidad de procesos que inevitablemente genera el neopunitivismo con su política criminal inflacionaria, se ha recurrido a instrumentos inconstitucionales que derogan los valores que insoslayablemente deben ser respetados por el sistema penal de un Estado constitucional de derecho[3].
El estilo expansivo del derecho penal ha afectado también a la Judicatura no solo por la necesaria sobreestimación de sus funciones al constituírsela en colegisladora debido a la deficiente taxatividad de los tipos penales del derecho inflacionario, sino que además ella misma ha asumido como propia la ta rea de "llevar el derecho penal a todas partes" y a partir de ello ha hecho una interpretación expansiva también de los preceptos penales clásicos para aplicarlos, sobre todo ante los oscuros y confusos reclamos públicos, mediáticos e iushumanistas de "más cárcel", a situaciones antes no abarcadas por ellos[4].
Es evidente así que el derecho penal material neopunitivista, en razón de sus características de configuración, no puede ser realizado con los principios liberales del derecho procesal penal, los cuales deben ser funcionalmente pervertidos. Este relajamiento es justificado en la mayor eficacia que dicha renuncia de los derechos del acusado promete en el castigo de los crímenes más graves. Por otra parte, esta ideología ha permitido también que, en caso de sospecha, la aplicación patológica de las medidas de coerción del proceso se lleve a cabo de modo amplísimo y con fines distorsionadamente punitivos, incluso supuestos en los cuales una sentencia condenatoria sería impensable[5].
Finalmente, la realidad demuestra que el derecho penal del neopunitivismo adquirió una extensión desmesurada debido a que se lo ha empleado, simbólica y demagógicamente, como herramienta supuesta pero omnipresente y omnipotente, para reaccionar contra todos los males del mundo[6].
Estas manifestaciones del neopunitivismo se materializan de manera dramática en el caso colombiano en el crecimiento desmesurado de los residentes de las prisiones, y por tanto de las mismas; lo anterior se evidencia fácilmente en el crecimiento de la población penitenciaria de 66 mil reclusos a 130 mil en los últimos 6 años[7], aumentando a su vez considerablemente el drama de las víctimas del aparato represor y de sus familias.
Sin embargo, este fenómeno de expansión del derecho penal corresponde a una transformación más profunda marcada por el neoliberalismo –en la economía, la sociedad y la política– de la concepción de delito y de la forma de usar el derecho penal; por tanto el tratamiento del delito es un fenómeno mucho más complejo que involucra visiones culturales, políticas, estructurales y de gobierno, tal como lo han tratado los representantes del New Punitiveness anglosajón al estudiar el estado penal Estadounidense. Además, tal como lo afirma Zaffaroni son importantes estos estudios para nuestro margen por cuanto desde Estados Unidos se globaliza o planetariza la metodología de gobierno[8].

Métodología

La presente investigación es cualitativa, de acuerdo con lo buscado y lo analizado frente al desarrollo actual del neoliberalismo, el cual ha sido una forma de expansionismo del Derecho Penal.

Neoliberalismo y sistema penal

Loïc Wacquant estudia el fenómeno por el cual, en las últimas tres décadas, es decir, desde que los disturbios por cuestiones raciales conmocionaron los guetos de las grandes ciudades y marcaron el término de la Revolución de los derechos civiles, Estados Unidos se ha lanzado a un experimento social y político sin precedentes ni equivalentes en las sociedades occidentales de la posguerra: el reemplazo gradual de un (semi)Estado de bienestar por un Estado policial y penal para el cual la criminalización de la marginalidad y el encarcelamiento punitivo de las categorías desfavorecidas funcionan a modo de política social en el nivel más bajo del orden étnico y de clase[9].
Wacquant para comprender este problema de por qué y cómo el recrudecimiento de la ley y el orden que se ha apoderado de la mayoría de los países postindustriales desde el inicio del siglo es una reacción a, desviación desde, negación sobre y la generalización de la inseguridad social y mental producida por la difusión de trabajos desocializados, encuentra necesario y suficiente romper con la oposición ritual de las escuelas intelectuales y adoptar las virtudes del análisis materialista –inspirado en Karl Marx y Friedrich Engels y elaborado por varios ramales de la criminología radical, habituados a las reacciones cambiantes que surgen en cada época (y sobre todo en etapas de crisis socioeconómicas) entre el sistema penal y el sistema de producción– y la fortaleza de un enfoque simbólico, iniciado por Émile Durkheim y ampliado por Pierre Bourdieu, atento a la capacidad que tiene el Estado de trazar demarcaciones sociales sobresalientes y producir realidad social a través de su trabajo de inculcación de categorías y clasificaciones eficientes. La separación tradicionalmente hostil de estos dos enfoques –el primero destaca el papel instrumental de la penalidad como un vector de poder; el segundo, su misión expresiva y su capacidad integradora– no es sino un accidente de la historia académica sostenido artificialmente por rancias políticas intelectuales. Por tanto, para Wacquant es imperioso superar esa separación, pues en la realidad histórica las instituciones y las políticas penales pueden, y de hecho lo hacen, cumplir ambas tareas a la vez: simultáneamente actúan para aplicar jerarquías y controlar categorías contenciosas en un nivel, y para comunicar normas y moldear representaciones colectivas y subjetividades en otro nivel. La cárcel simboliza las divisiones materiales y materializa relaciones de poder simbólicas; su efecto aúna inequidad e identidad, dominación y significación, y agrupa las pasiones y los intereses que entrecruzan y perturban a la sociedad[10].
Por tanto, su libro Castigar a los pobres se propone a través de las herramientas de las escuelas de pensamiento anteriormente mencionadas como una contribución a la antropología histórica del Estado y de las transformaciones transnacionales del campo del poder en la era del neoliberalismo en ascenso, en la medida en que trata de vincular las modificaciones de las políticas sociales a las de las políticas penales para descifrar la doble regulación a la que ahora está sujeto el proletariado, a través del organismo conjunto que nuclea a los sectores asistencial y penal del Estado. Y también porque la policía, los tribunales y las cárceles son el rostro sombrío y serio con que el Leviatán mira, hacia todos los lados, a las categorías de desposeídos y deshonrados atrapadas en lo más profundo de las regiones inferiores del espacio social y urbano por la desregulación económica y la reducción de los esquemas de protección social. En suma, es la reconstrucción del Estado en la era de la ideología hegemónica del mercado; la expansión penal en Estados Unidos y en los países de Europa occidental y de América Latina que han seguido sus pasos, de manera más o menos servil; en el fondo sostiene un proyecto político, un componente clave del reequipamiento de la autoridad pública necesaria para promover el avance del neoliberalismo. De modo que seguir la trayectoria de la retracción malthusiana del ala social y la ampliación gargantuesca del ala penal del Estado en Estados Unidos, después del auge del movimiento de los derechos civiles, permite pasar de una concepción estrechamente económica a una caracterización globalmente sociológica del neoliberalismo[11].
A partir de la exposición del método de análisis a utilizar establece como su tesis que Estados Unidos se está abriendo camino hacia una nueva clase de Estado híbrido, diferente del Estado "protector", en el sentido de que se da a ese término en el Viejo Mundo, y del Estado "minimalista" y no intervencionista que se atiene al discurso ideológico que le cuentan los defensores del mercado. Su veta social y los beneficios que dispensa quedan, cada vez más, en manos de los privilegiados, sobre todo a través de la «fiscalización» del apoyo público (para educación, seguros de salud y vivienda), mientras que su vocación disciplinaria se mantiene, sobre todo, en su relación con las clases populares y las categorías étnicas subordinadas. El Estado centauro, guiado por una cabeza liberal montada en un cuerpo autoritario, aplica la doctrina del laissez-faire y laissezpasser cuando se trata de las desigualdades sociales y de los mecanismos que las generan (el libre juego del capital, la escasa aplicación del derecho laboral y la desregulación del trabajo, la retracción o la eliminación de las protecciones colectivas), pero es brutalmente paternalista y punitivo cuando se trata de hacer frente a sus consecuencias en el día a día[12].
El doble giro ha inclinado la balanza del campo burocrático de Estados Unidos de su papel protector a su papel punitivo cuando se trata de resolver las necesidades de las poblaciones y los territorios pobres. La reducción del sector asistencial social del Estado y el aumento concomitante de su brazo penal están funcionalmente vinculados, configurando las dos caras de la misma moneda del Estado que se reestructura en las zonas más bajas del espacio urbano y social, en la era del neoliberalismo cada vez más acentuado[13].
Este autor centra su análisis principalmente en la nueva actitud de las instituciones burocráticas de Estados Unidos respecto al manejo de la pobreza y la marginalidad en el contexto del capitalismo neoliberal marcado por la hipertrofia del estado penal que tras la retirada del asistencialismo del Estado de Bienestar presenta la expansión del brazo penal para manejar a los sectores más vulnerables –especialmente de color– que quedan atrapados entre la segregación y el trabajo precario propio de la flexibilización laboral en la era neoliberal.
Por tanto, hace un recorrido del manejo de la pobreza, que antes de los años setenta se centró en la socialización, pero con el giro autoritario de Estados Unidos y el auge del neoliberalismo las instituciones estatales acogieron la penalización como estrategia para controlar a los pobres, segregados y empujados a la precariedad laboral, que en su gran mayoría son negros.
Para Wacquant para el manejo de la pobreza las sociedades contemporáneas cuentan con, por lo menos, tres estrategias principales para tratar las condiciones y las conductas que consideran indeseables, ofensivas o amenazantes. La primera consiste en socializarlas, es decir, actuar en el nivel de las estructuras y los mecanismos colectivos que las producen y reproducen: por ejemplo, para hacer frente al aumento continuo del número visible de personas "sin techo" que manchan el paisaje urbano, se construyen o subsidian viviendas o se les ofrece empleo o unos ingresos que les permitirían conseguir una vivienda en el mercado de los alquileres. (…)[14].
La segunda estrategia es la medicalización: se trata de considerar que una persona vive en la calle porque es alcohólica, drogadicta o sufre deficiencias mentales y, por lo tanto, se busca una solución médica a un problema que se define, desde el inicio, como una patología individual que deben tratar profesionales de la salud[15].
La tercera estrategia es la penalización: en este caso no se trata de comprender una situación de sufrimiento individual y de contrarrestar una falencia social; el nómada urbano es categorizado como un delincuente (…) y tratado como tal; deja de pertenecer a los "sin techo" apenas se le coloca tras las rejas.(…) La penalización funciona como una técnica para la invisibilización de los problemas sociales que el Estado, como palanca burocrática de la voluntad colectiva, ya no puede o no quiere tratar desde sus causas, y la cárcel actúa como un contenedor judicial donde se arrojan los desechos humanos de la sociedad mercado[16].
La tercera estrategia es la más utilizada Según Wacquant en la última década, pues se revela un estrecho vínculo entre el ascenso del neoliberalismo, como proyecto ideológico y práctica gubernamental que propugna la sumisión al libre mercado y celebra la responsabilidad individual en todos los ámbitos, por un lado, y la adopción de políticas punitivas e impulsoras del mantenimiento del orden contra la delincuencia callejera y las categorías que quedan en los márgenes y las grietas del nuevo orden económico y moral caracterizado tanto por el capital financializado como por la flexibilización laboral.
Así que estamos ante la activación de programas disciplinarios aplicados a los desempleados, los indigentes, las madres solteras y otros de los que reciben asistencia con objeto, por un lado, de llevarlos hasta los sectores periféricos del mercado laboral, y por otro, el despliegue de una red policial y penal amplia con un brazo fuerte en los distritos desfavorecidos de las metrópolis, son los dos componentes de un único aparato para la gestión de la pobreza que se propone efectuar la rectificación autoritaria de las conductas de las poblaciones refractarias al orden económico y social emergente[17].
Por tanto, es fácil determinar "la clientela" predilecta del sistema penal, pues las personas que recibe provienen, esencialmente, de las fracciones más marginalizadas de la clase trabajadora y, sobre todo, de las familias subproletarias de los barrios segregados y arrasados por la transformación conjunta del trabajo y la protección social. De modo que, recuperando su misión histórica original, el encarcelamiento sirve, ante todo, para regular, si no para perpetuar la pobreza y para almacenar a los desechos humanos del mercado[18].
Por esta razón Wacquant anuncia el establecimiento de un nuevo gobierno dominado por la inseguridad social, orientado a contener los desórdenes urbanos provocados por la desregulación económica y la conversión de las políticas de bienestar en un trampolín hacia el empleo precario. Este autor establece que la policía y la cárcel han recuperado su misión original de amoldar a las poblaciones y los territorios rebeldes para que encajen dentro de los órdenes económico y moral emergentes.
El Estado de bienestar estadounidense Si bien, los analistas europeos tradujeron welfare como Estado de bienestar (État-providen-ce, Wohifarstaat, stato sociale), término que se refiere a todos los esquemas gubernamentales de la protección social y lo traslada a una esfera universalista, los norteamericanos utilizan ese término solo para referirse a los programas que dependen de los recursos de los beneficiarios y reservados a las personas "convenientes" para ejercer la caridad estatal[19].
Más que de un Estado de bienestar, para Wacquant se debería hablar de un Estado caritativo en la medida en que los programas destinados a las poblaciones vulnerables siempre han sido limitados, fragmentados y aislados del resto de actividades estatales, puesto que están determinados por una concepción moralista y moralizante de la pobreza como un producto de las debilidades individuales de los pobres. El principio rector de la acción pública en este campo no es la solidaridad sino la compasión; su finalidad no es fortalecer los lazos sociales sino reducir las desigualdades, pero solo para aliviar las penurias más flagrantes y para demostrar la empatía moral de la sociedad para con sus miembros desposeídos, aunque merecedores de su ayuda[20].
Para entender mejor el Welfare estadounidense y el posterior giro de las políticas sociales hacia la penalización de la pobreza, establece las propiedades distintivas estructurales y funcionales del Estado de bienestar norteamericano.
1.  Una «sociedad sin un Estado», una sociedad contra el Estado
El primer rasgo distintivo del Estado en Estados Unidos se refiere a la representación que se le da en la doxa nacional. Así como Francia, hasta hace poco tiempo, se ha pensado como una «nación sin inmigrantes», aun cuando su historia industrial, urbana y cultural ha estado decididamente marcada por la afluencia de poblaciones extranjeras desde finales del siglo XIX, la ideología cívica reinante en Estados Unidos indica que es «una sociedad sin un Estado»[21].
2.  Fragmentación y disfunciones burocráticas
El Estado norteamericano es una red descentralizada de organismos escasamente coordinados, cuyos poderes están limitados por la mera fragmentación del campo burocrático y el poder desproporcionado que este concede a las autoridades locales. El reparto de las responsabilidades y asignaciones presupuestarias entre los diferentes niveles del gobierno (federal, de los Estados, de los condados y municipal) es una fuente de disensos y conflictos permanentes. El resultado es que se suele crear un abismo entre las políticas promulgadas «sobre el papel» en Washington y las legislaturas de los Estados y los servicios que realmente se brindan en las oficinas abiertas al público[22].
3.  Un Estado dual, o la gran bifurcación institucional e ideológica
Desde la época fundacional del New Deal, en Estados Unidos la acción social pública se ha dividido en dos campos herméticamente cerrados que apenas se distinguen por la composición y el peso político de sus respectivas «clientelas», así como por su carga ideológica. La primera corriente, inscrita bajo el nombre de «seguro social», es responsable de la administración colectiva de los seguros de vida de los trabajadores remunerados, del seguro de desempleo, del de enfermedad y del de jubilación. En principio, toda persona que tenga un empleo estable tiene derecho a participar en esos programas y goza de beneficios concebidos como la exacta contrapartida de sus contribuciones. La segunda corriente, denominada con el aborrecible término de welfare, bienestar, consiste en programas de asistencia destinados solo a las personas y los hogares dependientes y necesitados. Sus beneficiarios deben reunir condiciones draconianas (de ingresos, bienes, estado civil, condición familiar, residencia, etc.) y se les sitúa bajo un estricto tutelaje que los distingue claramente del resto de la sociedad y hace de ellos ciudadanos de segunda clase, con el argumento de que el apoyo que reciben se les concede sin que deban efectuar una contribución a cambio y, por lo tanto, se corre el riesgo de que pierdan su «ética del trabajo»[23].
4.  Un Estado de bienestar residual
El Estado norteamericano es el prototipo del «Estado de bienestar residual» en la medida en que ofrece apoyo solo en respuesta a los fallos acumulativos del mercado laboral y de la familia, interviniendo caso por caso a través de programas estrictamente reservados a las categorías vulnerables que se consideran «merecedoras» de la ayuda: extrabajadores temporalmente expulsados del mercado laboral, discapacitados e inválidos y, dependiendo de varias condiciones restrictivas, madres indigentes con hijos de corta edad". Por lo tanto, su clientela oficial está compuesta por «necesitados» de las clases bajas, trabajadores mal remunerados y familias de color que no tienen influencia en el sistema político y, por ende, tampoco disponen de medios para proteger sus prerrogativas básicas[24].
5.  Un Estado racial
Por último, Estados Unidos se distingue por el particularísimo rasgo de estar dotado de un Estado racial en el sentido de que, igual que en la Alemania nazi o en Sudáfrica hasta la abolición del apartheid, la estructura y el funcionamiento del campo burocrático están profundamente atravesados por la imperiosa necesidad de expresar y preservar el infranqueable límite social y simbólico entre «los blancos» y «los negros», gestado durante la época de la esclavitud y luego perpetuado por el sistema segregacionista del Sur agrario y de los guetos de las metrópolis industriales del Norte. La omnipresencia y la potencia de esa forma negada de etnicidad llamada «raza» como principio de visión social y división que borra, ideológica y prácticamente, la in superable contradicción entre el ideal democrático basado en la doctrina de los derechos naturales de la persona y la persistencia del régimen de castas, es fundamental para comprender la atrofia inicial y el acelerado declive del Estado social norteamericano en el período reciente, por un lado, y la facilidad y velocidad sorprendentes con que surgió el Estado penal sobre sus ruinas, por el otro[25].
El recorte del Estado caritativo Estos rasgos distintivos explican por qué, a pesar de que la desigualdad social y la inseguridad económica aumentaron considerablemente durante las últimas tres décadas del siglo XX, el Estado caritativo norteamericano ha reducido constantemente su perímetro de acción y exprimido sus modestos presupuestos hasta el punto de permitir el aumento explosivo del gasto militar y la amplia redistribución de los ingresos de los trabajadores remunerados hacia las empresas y las fracciones pudientes de la clase alta. La «Guerra contra la pobreza» ha dado lugar a una guerra contra los pobres, convertidos en el chivo expiatorio de los peores males que aquejan al país y ahora obligados a cuidarse a sí mismos para no ser golpeados por la sarta de medidas punitivas y humillantes destinadas, si no a llevarlos al estrecho camino del empleo precario, al menos a minimizar sus demandas sociales y, por ende, su carga fiscal[26].
Debilitados por la división administrativa e ideológica entre «los programas asistenciales» y «el seguro social», estigmatizados por su cercanía con las demandas del movimiento político negro y desvirtuados por la notable ineficiencia de los organismos responsables de aplicarlos, esos programas destinados a los pobres fueron las primeras víctimas de la reacción sociopolítica que llevó a Reagan al poder en 1980 y luego permitió la victoria de los «Nuevos demócratas» de Clinton[27].
El recorte de la asistencia del Estado se desarrolló a través de varias técnicas, la primera por la disminución de la ayuda en términos reales, es decir que primero las familias indigentes deben competir por recibir la asistencia a la que legalmente tienen derecho. La segunda técnica para recortar el Estado caritativo no es presupuestaria, sino administrativa: consiste en multiplicar los obstáculos burocráticos y los requisitos impuestos a los solicitantes con el objetivo de desalentarlos o eliminarlos de las listas de beneficiarios (aunque solo sea de forma temporal). Con el pretexto de impedir los abusos y las «trampas» por parte de los beneficiarios de la asistencia, las oficinas públicas han multiplicado la cantidad de formularios que cabe completar, el número de documentos que se deben presentar y la frecuencia de los controles y los criterios para revisar los expedientes de forma periódica[28].
Por último, hay una tercera técnica, la más brutal, que consiste simplemente en eliminar programas de ayuda pública con el argumento de que a sus beneficiarios se les debe sacar del aletargamiento culpable en que se encuentran mostrándoles cuáles son sus necesidades reales[29].
El trabajo precario Por otro lado, la retirada del Estado social y el auge del neoliberalismo en Estados Unidos se manifestó principalmente en el deterioro de las condiciones de empleo, el recorte de los contratos laborales, la reducción de las remuneraciones reales y también la de las protecciones colectivas para la clase trabajadora en Estados Unidos en los últimos veinticinco años que ha producido y se ha visto acompañado por el surgimiento del trabajo precarizado[30]. Hoy en día, uno de cada tres norteamericanos en el mercado laboral es un asalariado no estándar: ese trabajo inseguro se debe entender claramente como una forma perenne de subempleo sólidamente arraigada en el nuevo paisaje socioeconómico del país que, por lo demás, está destinada a crecer.[31]
La expansión del empleo contingente no es un fenómeno cíclico o coyuntural vinculado a la adapta ción de las empresas a un contexto en crisis, dado que se puede observar en períodos de recuperación tanto como de recesión. Lejos de ser el producto de un proceso impersonal, inexorablemente conectado con los cambios tecnológicos, las fusiones comerciales y la internacionalización de la competencia económica, como dirían los medios y la opinión política dominantes, es el resultado de una nueva estrategia de los empleadores para externalizar la fuerza de trabajo y sus costas, estrategia alentada por las autoridades públicas y fuertemente respaldada por la promoción activa de las agencias de empleo temporal. Su impulso no procede de la competencia global ni del mercado de trabajo, sino principalmente de la oferta interna. La reestructuración comercial de los años ochenta y principios de la década de 1990 apuntó, sobre todo, a la máxima «flexibilización» de la mano de obra, reduciendo el coste unitario del trabajo y eliminando los derechos de los trabajadores con objeto de dar (nuevamente) a las empresas el control total de los parámetros del empleo, así llamados a partir de las entonces "variables de ajuste", siempre en busca de beneficios económicos a corto plazo. Por ello las empresas norteamericanas han utilizado constantemente la amenaza de los despidos, en lugar de ofrecer mejores remuneraciones y beneficios como medio de motivar a su mano de obra cada vez más insegura y de eliminar concesiones laborales.[32]
La informalización del empleo afecta sobre todo a las mujeres, a los trabajadores jóvenes y a los de mayor edad y, finalmente, a los negros y los latinos no cualificados que viven en los suburbios pobres, para quienes esa informalización se ha traducido en un retroceso social sin precedentes: un recorte draconiano en los ingresos y un deterioro de las condiciones de vida (un trabajador temporal suele ganar una tercera parte de la remuneración de un empleado permanente), una reducción de la cobertura médica y social a casi el mínimo (si existe), una limitación considerable del horizonte temporal y ocupacional, un desgaste de las relaciones sociales en el trabajo, la descalificación de los trabajos y una pérdida casi total del control sobre la actividad que uno ejerce. Al fragmentar la mano de obra, la institucionalización de la inseguridad laboral también impide avanzar hacia las formas tradicionales de acción colectiva y, por lo tanto, sirve como ariete para atentar contra los beneficios sociales de los trabajadores que todavía tienen protección. Esto significa que la inseguridad amenaza con afectar gravemente no solo a los empleados temporales, sino también a todos los asalariados, incluidos los directivos de niveles laborales medios que actualmente la defienden y aplican con sumo recelo[33].
La ausencia de una acción colectiva ante los despidos impulsados por el mercado se explica por la debilidad congénita de los sindicatos, el bloqueo que los financieros han establecido sobre el sistema electoral y el poder del ethos del individualismo meritocrático, según el cual cada asalariado es responsable de su propio destino[34].
Dado que no hay un lenguaje que reúna los fragmentos dispersos de experiencias personales en una configuración colectiva significativa, la frustración difusa y la angustia generada por la desorganización de las estrategias de reproducción de las clases medias norteamericanas han sido, por un lado, redirigidas contra el Estado, que fue acusado de pesar como un yugo, tan sofocante como inútil, sobre el cuerpo social, y, por el otro, contra las categorías que se consideraban «inmerecedoras» o sospechosas de beneficiarse de programas de la acción afirmativa, es decir, percibidos como «limosnas» que infringían el mero principio de equidad que decían respaldar. La primera tendencia se expresó en el tono seudopopulista de las campañas electorales elaboradas durante la última década del siglo en las que los políticos, casi unánimemente, dirigieron un discurso de denuncia y revancha contra los tecnócratas de Washington y otras «élites» burocráticas de las que suelen ser miembros, y contra los servicios públicos, cuyo personal y presupuestos prometieron «recortar». La segunda tendencia es evidente en el hecho de que el 62 y el 66% de los norteamericanos, respectivamente, se oponen a la acción afirmativa para los negros y las mujeres, incluso en los casos donde se ha demostrado que estos eran objeto de discriminación, mientras que dos de cada tres norteamericanos desean reducir la inmigración[35].
De ahí surgió, finalmente, la histeria nacional en torno al problema de la «asistencia» que condujo a la «reforma» de la ayuda pública de 1996. Hipócritamente llamada «Personal Responsibility and Employment Opportunity Act» (Ley de responsabilidad personal y oportunidades de empleo), que abolió el derecho a la asistencia e instituyó el trabajo de la mano de obra descualificada como el único medio de apoyo, con el pretexto de ayudar a las personas indigentes a retomar el camino hacia la «independencia». Sacrificar a los pobres y, sobre todo, al subproletariado urbano negro, encarnación y chivo expiatorio de todos los males del país, para exorcizar las preocupaciones de las clases media y trabajadora acerca de su futuro significa, una vez más, pedir a los que viven la negación del «sueño americano» que sufran por su supuesta alteridad de tal modo que, a pesar de todo, el país pueda mantener su fe en el mito nacional de prosperidad para todos[36].
Si se analiza la gestión, la filosofía y los primeros resultados de la «reforma» asistencial de 1996, se comprueba que hubo tres hechos que propiciaron la penalización de la ayuda pública y su asociación cada vez mayor con el ala penal del Estado. En primer lugar, tanto en el debate político que condujo a la aprobación de la ley como en el cuerpo del mismo texto legislativo, las madres solteras pobres han sido agresivamente tipificadas no como desposeídas sino como depravadas, una población problemática cuya probidad cívica es sospechosa por definición y cuyas conductas tendientes a, supuestamente, eludir el trabajo deben ser urgentemente rectificadas por medio de la exclusión, la coacción y la vergüenza, tres técnicas típicas del control del delito. El giro hacia el workfare acentúa su condición, no como ciudadanas que participan en una comunidad de semejantes, sino como sujetos con derechos reducidos y obligaciones aumentadas hasta que hayan demostrado su pleno compromiso con los valores del trabajo y la familia mediante su conducta reformada, lo que las convierte en símiles sociológicos de convictos en libertad condicional que, tras haber cumplido la mayor parte de su condena en prisión, recuperan su pertenencia a la sociedad solo después de un período prolongado de vigilancia y prueba que determina si han corregido sus conductas anómalas[37].
En segundo lugar, la silueta social de los beneficiarios de asistencia social resulta ser una réplica casi idéntica del perfil de los presos en las cárceles, salvo por la inversión de género. Casi todos viven con la mitad de los ingresos establecidos como línea de pobreza federal (el umbral de la «elegibilidad» para cobrar subsidio), al igual que dos terceras partes de los detenidos, debido a la condición periférica que comparten en el mercado de trabajo precario. El 37% son negros y el 18% hispanos, al igual que los reclusos en las cárceles (41% y 19%, respectivamente). La mitad no terminó la escuela secundaría, la misma proporción que la de los que ingresan en el sistema carcelario; y rara vez están casados (el 25% en comparación con el 16% de los presidiarios). Los beneficiarios de la asistencia y los internos de las cárceles han conocido a fondo la violencia (el 60% de los primeros ha sufrido alguna agresión en su vida, al igual que el 50% de los segundos). Y ambos padecen discapacidades graves físicas y mentales que inciden en su participación en el mercado laboral (el 44% de las madres que reciben la ayuda, en comparación con el 37% de los reclusos en las cárceles)[38].
Esto confirma que los «clientes» principales del ala asistencial y de la carcelaria del Estado neoliberal son, esencialmente, los dos géneros de la misma población arrinconada en las fracciones marginalizadas de la clase trabajadora postindustrial. El Estado regula las conductas problemáticas de esas mujeres (y sus hijos) a través del trabajo, y la de los hombres en sus vidas (es decir, a través de sus compañeros, hijos, hermanos, primos y padres) por medio de la supervisión de la justicia penal[39].
En tercer lugar, el proceso de "construcción de la población objetivo" resulta análogo al de la formación de la clientela del Estado penal en la era del hiperencarcelamiento. En ambos casos la difamación pública, el énfasis en el aspecto racial y la inversión, así como la individualización moral operan en conjunto para hacer de los programas punitivos la herramienta política elegida, y de la condena censuradora el argumento público central para retirar esos programas. En ambos casos, los beneficios provistos por el Estado han sido reducidos y siguen siendo insuficientes, mientras que las cargas establecidas por las autoridades están aumentando y son excesivas. Por último, al igual que con la justicia penal, la mutación de la política asistencial de los años noventa provino, no de un nuevo giro político de la derecha, sino de la adhesión de la izquierda a medidas paternalistas, es decir, de la conversión de los políticos (neo)demócratas a la visión neoliberal que subraya la necesidad de que el Estado aplique diligentemente la «responsabilidad individual» y las obligaciones cívicas de los pobres tanto respecto a la asistencia como al campo penal[40].

El despliegue del Estado penal

Para contener la marea creciente de familias indigentes, personas que viven en las calles, jóvenes sin empleo alienados y la desesperación y violencia que se intensifican y acumulan en los barrios relegados de las grandes ciudades, en los tres niveles de la burocracia, es decir, la de los condados, la de los Estados y la del nivel federal, las autoridades norteamericanas han respondido al incremento de los desplazamientos urbanos –de los que, paradójicamente, son en gran medida responsables– desarrollando sus funciones penales hasta alcanzar la hipertrofia. Mientras se deshacía la red de seguridad social del Estado caritativo, se iba construyendo la del Estado punitivo para reemplazarla. Los hilos de la disciplina se fueron desplegando a través de los sectores más bajos del espacio social de Estados Unidos con objeto de contener el desorden y el torbellino producidos por la intensificación de la inseguridad social y la marginalidad. Entonces se pusieron en marcha una cadena causal y una ligazón funcional a través de las cuales se impuso la desregulación económica y esto conllevó la restricción del Estado de bienestar, así como la gradual transformación del welfare en workfare, utilizado para alimentar la expansión del Estado penal[41].
El despliegue de esta política estatal de criminalización de las consecuencias de la pobreza, promovida por el Estado, se realiza siguiendo dos modalidades: la primera, que es la menos visible, excepto para quienes la sufren directamente, consiste en reorganizar los servicios sociales en un instrumento de vigilancia y control de las categorías poco adeptas al nuevo orden económico y moral. Esto lo testimonia la ola de reformas adoptadas entre 1988 y 1995, siguiendo la Family Support Act (Ley de apoyo a las familias), por unos 35 Estados, que restringieron el acceso a la ayuda pública e hicieron que estuviese condicionada a cumplir algunas normas de conducta (económica, sexual, familiar, educativa, etc.), así como vanas obligaciones burocráticas onerosas y humillantes[42].
El segundo componente de la política de la contención punitiva de los pobres es el recurso masivo y sistemático al encarcelamiento. El confinamiento es la otra técnica a través de la cual se trata de retraer, si no hacer desaparecer, de la escena pública el problema tenaz de la marginalidad basada en el desempleo, el subempleo y el trabajo precario. Tras haber disminuido en un 12% durante los años sesenta, la población condenada a cumplir sentencias en cárceles estatales y penitenciarias federales (…) aumentó significativamente a partir de mediados de los años setenta, pasando de menos de 200.000 en 1970 a casi un millón en 1995, es decir, un aumento del 442% en veinticinco años, algo nunca visto hasta entonces en una sociedad democrática. Además, al igual que la falta de interés del Estado en el campo social, el encarcelamiento ha afectado especialmente a la población urbana negra[43].
Este encarcelamiento masivo se caracteriza además por varios fenómenos:
Un importante motor del crecimiento carcelario en Estados Unidos ha sido la «Guerra contra las drogas», un nombre incorrecto para esa política, dado que en realidad se refiere a una campaña de guerrilla consistente en asediar penalmente a los pequeños dealers («camellos») callejeros y a los consumidores pobres, y dirigida sobre todo a los jóvenes de los suburbios más precarios, para los que el comercio minorista de narcóticos ha sido la fuente de trabajo más accesible y confiable, después de que se les apartara del mercado laboral y se eliminaran los programas de asistencia.[44]
En Estados Unidos el encarcelamiento ha aumentado hasta el punto de alcanzar una escala industrial hasta ahora desconocida en una sociedad democrática y, por esa vía, ha promovido un sector comercial de rápido crecimiento para las empresas que ayudan al Estado a aumentar su capacidad de encarcelar, sea las empresas que prestan servicios de limpieza, proveen alimentos, suministros y atención médica, transporte o la gama de actividades que se necesita para el funcionamiento diario de un establecimiento penitenciario[45].
El aumento explosivo de la población tras las rejas, la supresión de los programas vocacionales y educativos dentro de las cárceles, el recurso generalizado a las formas más variadas de control antes y después de la detención y la multiplicación de los instrumentos de vigilancia en toda la cadena penal es la «nueva penología» que se está aplicando y que no apunta a «rehabilitar» a los delincuentes, sino más bien a «manejar los costes y controlar a las poblaciones peligrosas» y, sin ese objetivo, alojarlos de forma aislada para compensar la indigencia de los servicios sociales y médicos que no desean ni pueden atenderlos. Así, el desarrollo del Estado penal norteamericano responde no al aumento del delito, sino a las desarticulaciones sociales causadas por la desocialización del trabajo y el retraimiento del Estado caritativo. Y tiende a convertirse en su propia justificación en la medida en que sus efectos criminogénicos contribuyen poderosamente a la inseguridad y la violencia que en teoría debería erradicar[46].
La prisión: el gueto judicial Por último para Wacquant es imposible describir, y mucho menos explicar, el súbito «recorte» al sector de la asistencia social del Estado en Norteamérica y el subsiguiente «crecimiento» de su ala penal a partir de mediados de los años setenta, que produjeron, por un lado, el giro del welfare al workfare y, por otro, el grotesco desarrollo del sistema carcelario y sus extensiones basadas en la supervisión, sin tomar debidamente en cuenta el tratamiento de esa forma negada de etnicidad llamada «raza»[47].
Actualmente, en Estados Unidos la cárcel es un medio organizacional para la captura y el trato de una población considerada despreciable y prescindible tras la revolución de los derechos civiles y de la era postasistencial. El (sub)proletariado negro del (hiper)gueto es el primero de los dos objetivos perseguidos con particular diligencia y severidad por el Estado penal tras las revueltas sociales y raciales de los años sesenta. Esta selectividad minuciosa del Estado penal es clave para entender la impresionante rapidez y ferocidad de su expansión y demuestra el papel del castigo como dispositivo para (re)generar, marcar y fortalecer los límites simbólicos, cuyo estudio se debe acompañar, necesariamente, con el de la aplicación material de la penalidad[48].
La conjunción de raza y encarcelamiento cuando finalizó la era fordista-keynesiana, revela que no una sino varias «instituciones peculiares» han operado para definir, confinar y controlar a los afroamericanos a lo largo de los siglos en que se cimenta la historia de Estados Unidos. La primera es la esclavitud chattel como pivote de la economía de plantación y matriz incipiente de la división racial desde la era colonial hasta la Guerra Civil. La segunda es el sistema Jim Crow de criminación y segregación legalizadas desde la cuna hasta la tumba que marcó a la sociedad del Sur, predominantemente agraria, desde el término de la reconstrucción de la revolución por los derechos civiles, que alcanzó su punto álgido un siglo después de su abolición. El tercer dispositivo especial de Estados Unidos para contener a los descendientes de esclavos en las metrópolis industriales del Norte es el gueto, es decir, la urbanización y proletarización conjuntas de los afroamericanos de la Gran migración de 1914-1930 hasta los años sesenta, cuando ya fue parcialmente obsoleta debido a la transformación de la economía y del Estado y a la creciente protesta de los negros contra la continua exclusión de casta, que llegó a su punto culminante en los disturbios urbanos explosivos consignados en el informe de la Comisión Kerner. El cuarto dispositivo es el nuevo complejo institucional formado por los restos del gueto negro en implosión y el aparato carcelario en explosión, que han quedado unidos mediante una relación de simbiosis estructural y de sustitución funcional[49].
Por tanto la sorprendente y rápidamente creciente «desproporcionalidad» del encarcelamiento que ha afectado a los afroamericanos en las últimas tres décadas se puede comprender como el resultado de las funciones «extrapenales» que el sistema penitenciario ha ejercido tras la crisis del gueto a partir de mediados de los años setenta. Así, no es el crimen, sino la necesidad de reforzar un abismo entre castas erosionadas y de apuntalar el régimen emergente del trabajo desocializado al que los trabajadores negros están destinados por su falta de capital cultural negociable y al que la mayoría de las personas indigentes se resisten, escapando hacia la economía callejera ilegal, el principal motor de la fantástica expansión del Estado penal norteamericano en la era poskeynesiana y de su política de facto de la «acción carcelaria afirmativa» hacia los afroamericanos[50].
Por tanto, hay bastantes similitudes entre el gueto y la prisión, ya que ambos pertenecen al mismo tipo de organizaciones, es decir que son instituciones de confinamiento forzado: el gueto es una suerte de «prisión social», mientras que la prisión funciona como «gueto judicial». Ambos tienen la tarea de mantener encerrada a una población estigmatizada con objeto de neutralizar la amenaza material y/o simbólica que esta plantea al conjunto de la sociedad de la que ha sido expulsada. Por eso el gueto y la cárcel tienden a evolucionar en patrones relacionales y formas culturales que tienen similitudes sorprendentes y paralelismos[51].
Es así, que el gueto negro, convertido en un instrumento de simple y llana exclusión por la disminución simultánea del trabajo asalariado y la protección social, y desestabilizado por el mayor protagonismo del brazo penal del Estado, se vio vinculado con el sistema de cárceles y prisiones por una triple relación de equivalencia funcional, homología estructural y sincretismo cultural, hasta el punto de que ahora constituyen un único continuum carcelario que atrapa a una población redundante de jóvenes negros (y cada vez de más mujeres negras) que circulan por un circuito cerrado entre sus dos polos y en un ciclo que se autoalimenta con la marginalidad social y la legal con consecuencias devastadoras a nivel personal y social[52].
Garland y la nueva cultura del control Garland centra su análisis en los cambios dramáticos que se han producido en la respuesta social al delito en Estados Unidos y Gran Bretaña durante los últimos treinta años y de las fuerzas sociales, culturales y políticas que los han generado.
Para analizar estos cambios en el campo del control del delito argumenta que para reconocer la total complejidad de estructura y la densidad de significado del castigo como institución social es necesario valerse de las construcciones teóricas de Marx, Durkheim, Elias y Foucault y así estudiar el castigo como mecanismo moralizador, componente de la dominación de clase, ejercicio de poder y forma cultural instituida[53].
Por cuanto se requiere una aproximación pluralista, multidimensional, para comprender el desarrollo histórico y el funcionamiento actual del complejo penal. Si ha de existir una sociología del castigo  –por la cual entiende un conjunto de parámetros generales que pueden servir de orientación teórica a estudios concretos–, entonces debería ser el tipo de sociología que se refiere a la necesidad de alcanzar una síntesis y consolidación de perspecti vas. Debería ser una sociología que se esfuerza por presentar una imagen redondeada, completa: una recomposición de las visiones fragmentadas de estudios con enfoques más concretos[54].
Advierte contra el reduccionismo en el análisis del castigo, la tendencia a explicar los asuntos penales en términos de un solo principio causal o un propósito funcional –bien sea la "moral" o la "economía", el "control estatal" o el "control del crimen"–. En lugar de buscar un solo principio explicativo cree necesario considerar los fenómenos que se derivan de una causalidad múltiple, de diversos efectos y significados. Se debe dar cuenta de que en el campo penal –como en toda experiencia social– eventos o procesos concretos usualmente son el resultado de una pluralidad de causas que se combinan para darles su forma final, una pluralidad de efectos que pueden ser vistos como funcionales o disfuncionales (según el criterio de quien los analice) y una pluralidad de significados que variarán según los actores y audiencias involucrados, aunque algunos significados (o, si se quiere, causas y efectos) pueden ser más poderosos que otros. Por tanto, el objetivo de todo estudio en el campo penal siempre debería consistir en capturar dicha variedad de causas, efectos y significados, así como rastrear su interacción, en vez de reducirlos a un denominador común[55].
En la misma línea de Wacquant, su argumento es que nuestros dispositivos de control del delito contemporáneos han sido moldeados por dos fuerzas sociales subyacentes, concretamente: la organización social distintiva de la modernidad tardía y las políticas de libre mercado, conservadoras socialmente, que dominaron en Estados Unidos y Gran Bretaña durante los años ochenta. Pero su estudio involucra otros factores, pues en lugar de afirmar cruda y simplemente que los cambios en el control del delito fueron una "respuesta" a los cambios políticos y sociales más amplios, o que fueron "influenciados" por ellos, describe los procesos reales a través de los cuales el campo del control del delito fue afectado por el cambio social y los mecanismos específicos a partir de los cuales la política criminal se alineó con la cultura y las relaciones sociales contemporáneas[56].
Para Garland las estructuras de control –cárcel y policía– no han sido transformadas en aspectos significativos, el cambio más significativo se ha producido en el plano de la cultura que da vida a estas estructuras, ordena su uso y les da significado. Se ha inscrito en el campo un nuevo patrón de presupuestos cognitivos, compromisos normativos y sensibilidades emocionales, motivando las acciones de las agencias de control del delito, dándole nuevos propósitos y significados a sus prácticas y alterando los efectos prácticos y la importancia simbólica de su funcionamiento. Las coordenadas culturales del control del delito han sido gradualmente modificadas sin un diseño preestablecido o una articulación explícita, alterando la forma de pensar y actuar de los agentes penales, dándole un nuevo significado a lo que dicen y hacen. Junto con las nuevas reglas legales que ahora regulan la práctica penal y policial, esta nueva cultura ha realizado una contribución decisiva para cambiar nuestro modo de pensar y actuar frente al delito y la inseguridad. Esta nueva cultura del control del delito se ha formado en torno a tres elementos centrales: (1) un welfarismo penal modificado; (2) una criminología del control; y 3) una forma económica de razonamiento[57].

La transformación del welfarismo penal

En las prácticas cotidianas de la justicia penal, ha habido un marcado cambio de perspectiva desde la modalidad del «Welfare» a la modalidad penal. La práctica y las leyes penales dan mayor prioridad a objetivos retributivos, incapacitantes y disuasivos[58].
La modalidad penal no solo se ha hecho más prominente, sino que se ha vuelto más punitiva, más expresiva, más centrada en la seguridad. Se han priorizado preocupaciones distintivamente «penales», como la menor elegibilidad, la certeza y rigidez del castigo, la condena y el tratamiento severo de los delincuentes y la protección del público[59].
Más allá de si el delincuente es castigado o tratado, la preocupación clave es ahora proteger al público, reducir el riesgo de victimización en el futuro y hacerlo con un costo mínimo. Si el objetivo oficial del welfarismo penal era la promoción del bienestar social, el interés primordial actual es, desvergonzadamente, el fortalecimiento eficiente del control social[60].
La criminología del control
Han surgido durante las tres últimas décadas dos corrientes criminológicas que soportan este giro autoritario del sistema punitivo: las nuevas criminologías de la vida cotidiana y la criminología del otro; las características de estas dos nuevas criminologías son diferentes en la mayoría de sus aspectos, como lo son sus sostenedores y fuentes de respaldo social. Pero ambas comparten su interés en el control, reconocen que el delito se ha vuelto un hecho social normal y comparten su reacción contra las ideas criminológicas y las políticas penales asociadas al welfarismo penal. Una es tardomoderna, asume el enfoque de la ciencia social amoral y lo lleva más allá que el correccionalismo, pensando el delito como un resultado predecible de las rutinas sociales normales más que de inclinaciones desviadas. La otra es antimoderna y anticiencia social, adopta un enfoque absolutista y moralizador del delito y sostiene que las acciones delictivas son voluntarias, esto es, malas elecciones de individuos malvados[61].
Para el autor, la criminología de la vida cotidiana establece que a causa de la globalización del mercado vivimos en una sociedad de riesgos, las políticas públicas de la retribución, la disuasión y la reforma se deben enfocar a la preocupación por la prevención, la reducción del daño y la gestión del riesgo. En lugar de perseguir, procesar y castigar a individuos, su objetivo debe ser reducir los eventos delictivos mediante la minimización de las oportunidades delictivas, la intensificación de los controles situacionales y el apartamiento de las personas de las situaciones criminogénicas. Por tanto, la reducción del miedo, de los daños y de las pérdidas y el control del gasto son ahora elementos centrales.
El delito tiene su causa en la responsabilidad individual del infractor, que se define de una manera unidimensional y polarizante, se le considera un ser avaricioso, con un pobre criterio moral y proclive a las acciones criminales. Las acciones de los infractores como la fuente de los principales problemas de la sociedad[62].
Ante los problemas de la modernidad penal –las nuevas criminologías de la vida cotidiana– proclaman la prevención situacional del delito, la teoría de las actividades rutinarias y acentúan las soluciones instrumentalmente racionales, moralmente neutrales, pragmáticas y basadas en el conocimiento científico. Pero desarrollan estos temas en formas nuevas, acentuando la modificación de las situaciones y estructuras de oportunidad más que la reforma de los individuos desviados y prescribiendo la ingeniería situacional en lugar de la ingeniería social. Esta es una modernidad menos idealista y menos utópica, más a tono con nuestra forma de vida actual, más consciente de los límites de los programas gubernamentales, más modesta en sus ambiciones en cuanto al progreso de la humanidad[63].
Además, las criminologías de la vida cotidiana piensan el orden social como un problema de integración sistémica. No son las personas las que necesitan ser integradas, sino los procesos e instancias sociales en los que participan. En lugar de ocuparse de los seres humanos y sus actitudes morales o disposiciones psicológicas, las nuevas criminologías se ocupan de las partes que componen los sistemas y situaciones sociales. Analizan cómo diferentes situaciones pueden ser rediseñadas para darle menos oportunidad al delito, cómo se podría hacer que converjan los sistemas que interactúan (sistemas de transporte, escuelas, comercios, lugares de movimiento, viviendas, etcétera) con el objetivo de generar la menor cantidad posible de defectos en materia de seguridad o zonas calientes desde el punto de vista del nivel de delito. Para estas ideas el orden social depende de alinear e integrar las distintas rutinas e instituciones sociales que componen la sociedad moderna. No se trata de construir el consenso normativo; ahora el problema es lograr la coordinación: que los engranajes funcionen de modo óptimo[64].
La otra criminología emergente en la actualidad  –la criminología del otro– reacciona frente a lo que percibe como los fracasos del modernismo penal y frente a las instancias sociales de la modernidad tardía cuestionando los códigos normativos de esa sociedad y buscando transformar los valores sobre los que se asienta. Se trata de una criminología del otro peligroso, un eco criminológico de la cultura de la guerra y de la política neoconservadora. (...) "El problema de la modernidad penal y de la sociedad moderna que lo engendra es que padecen de la falta de coraje moral. No están dispuestos a juzgar, son reacios a condenar y son demasiado sensibles con respecto a cuestiones que tienen que ver con el castigo y la disciplina. Han desconfiado de los sentimientos «naturales» de la justicia retributiva y del sentido común de la gente y los han sustituido por los remedios profesionales de las élites liberales y las ideologías sociológicas. Por consiguiente, han dejado de defender la ley y el orden o de mantener el respeto por la autoridad y han desatado un torrente de delitos, desórdenes y problemas sociales que han caracterizado al período de la modernidad tardía"[65].

Los límites políticos del razonamiento económico

Finalmente los hábitos de pensamiento económico pueden haberse convertido en el estilo por defecto de la toma de decisiones en el control del delito, pero son desplazados en ciertos puntos por una forma de pensar muy diferente que instaura los imperativos de castigar a los delincuentes y proteger al público «a cualquier precio». Esta modalidad alternativa contrasta claramente con el estilo de razonamiento económico del management . El proceso de alternancia entre estas racionalidades contradictorias de la económica y la política, este ir y venir de un registro discursivo a otro, es un proceso, fundamentalmente, político. No está gobernado por una lógica criminológica, sino por los intereses en conflicto de los actores políticos y por las exigencias, cálculos políticos y objetivos a corto plazo que los motivan[66].

CONCLUSIONES: ENTRE EL ESTADO CENTAURO Y LA NUEVA CULTURA DEL CONTROL

De los estudios anteriormente expuestos de la tendencia global del uso intensivo del castigo para mantener el neoliberalismo que es especialmente evidente en Estados Unidos, que a su vez ejerce una gran influencia en los campos político, económico y del control penal colombianos, se puede extraer distintos elementos de análisis.
• El funcionamiento del sistema penal y el campo del control del delito se debe estudiar tal como lo hacen Loïc Wacquant y David Garland por medio de una perspectiva interdisciplinar que supere las tradicionales divisiones entre escuelas de pensamiento para entender la complejidad de las transformaciones de la respuestas estatales y sociales frente al delito y las multiplicidad de causas que las han generado.
• Considero que ambos análisis se complementan por cuanto para Wacquant el eje central del giro autoritario del Estado norteamericano está en el cambio de actitud de las instituciones del estado Welfare frente a la pobreza y su posterior criminalización. Sin embargo, Garland explica este cambio del welfarismo penal a la nueva cultura del control a partir de las sensibilidades sociales y la nueva experiencia del delito, especialmente que vivió la clase media que terminó apoyando los postulados de la nueva criminología y el recrudecimiento del aparato represor frente a los sectores más vulnerables.
• Si bien el estudio de Garland es más amplio al establecer los cambios en la modernidad tardía en el campo del control del delito en Estados Unidos y Gran Bretaña a partir de la transformación de las actitudes de las instituciones estatales y sociales, desconoce la importancia de la selectividad del sistema penal estadounidense para controlar, marcar y reprimir a la población afrodescendiente, pues establece que es una simple particularidad del campo del control del crimen norteamericano.
• Mientras que para Wacquant el encarcelamiento masivo es la manifestación de la continuación de los dispositivos de control y segregación de la población negra del Estado norteamericano desde la esclavitud chatel, pasando por el sistema Jim Crow de criminación y segregación legalizadas, el gueto, es decir, la urbanización y proletarización conjuntas de los afroamericanos, para finalizar con el nuevo complejo institucional formado por los restos del gueto negro en implosión y el aparato carcelario en explosión, que han quedado unidos mediante una relación de simbiosis estructural y de sustitución funcional.
• También Garland omite a diferencia de Wacquant la importancia de la lucha contra las drogas en Estados Unidos como factor importante en el aumento del encarcelamiento masivo y el oscurecimiento de las prisiones.
• Por otro, lado Garland afirma que el giro de la criminología correccionalista a la nueva criminología de la vida cotidiana y la criminología del otro se dio por la nueva concepción de la sociedad del delito y por las críticas de los académicos y el retiro del respaldo de la clase media ilustrada al paradigma del Welfarismo penal, mientras que para Wacquant el abandono del welfarismo penal tiene como principal causa el manejo de la pobreza a través de la penalización, cambiando la anterior estrategia de socialización; este cambio estuvo impulsado por el neoliberalismo, el boom del trabajo precario y el retiro del asistencialismo al considerar a los beneficiarios de los programas sociales como inmorales parásitos del Estado.
• Ahora bien, ambos estudios se encuentran en la medida que afirman que los cambios dramáticos en el manejo de los conflictos sociales y el giro autoritario del sistema penal en los últimos treinta años en términos generales son producto del auge del neoliberalismo y el neoconservadurismo.
• A partir de los aportes de estos autores se puede afirmar que en el caso colombiano la normalización del sistema penal de excepción, junto con el ascenso del conservadurismo y el neoliberalismo en las esferas política, jurídica y económica colombianas en las últimas tres décadas, han creado un sentido común en materia penal que incentiva la hipertrofia del Estado penal y la reducción del Estado social. Por consiguiente, los gobiernos se preocupan sobre todo por mejorar y endurecer los mecanismos de control, con el fin de proporcionar seguridad para los mercados y las inversiones, con el argumento de que solo entonces pueden prosperar los derechos sociales y económicos. Esta estrategia penal se caracteriza por una racionalidad autoritaria y economicista que minusvalora las consideraciones políticas y sociales e introduce simultáneamente, en el campo del control penal, los dogmas de la responsabilidad individual y la eficiencia de los mercados[67].
• El campo del control del crimen, con sus técnicas de incapacitación, castigo y vigilancia altamente represivas, se conviene en una herramienta fundamental para que el Estado controle los conflictos sociales que surgen y se radicalizan como resultado de la marginalización de importantes grupos de la población, que no cuentan para el mercado laboral ni gozan de la protección de una red de seguridad social. Así, una característica común de los Estados que han abrazado el modelo neoliberal es el fortalecimiento de su aparato represivo, en medio de altas tasas de violencia y criminalidad, para neutralizar el disenso y proteger los intereses de las élites[68].
• Ante el fenómeno mundial del neopunitivismo, nuestro país no es ajeno, pues desde hace varios años hemos visto una proclamada preocupación por la eficiencia en la guerra contra el crimen, así como esa nueva figura del ciudadano víctima del crimen que merece protección, el discurso revaloriza la represión y estigmatiza a los jóvenes de los barrios de la declinante clase trabajadora, desempleados, sin techo, mendigos, drogadictos y prostitutas callejeras, designados como los vectores naturales de una pandemia de delitos menores que envenena la vida cotidiana y son los progenitores de la violencia urbana, que raya en el caos colectivo.
• Por tanto, de acuerdo a los análisis de la relación del auge del neoliberalismo con el nuevo funcionamiento del sistema penal, considero que el papel en la modernidad tardía desempeña que el Estado corresponde al mismo que ejerció en el inicio del capitalismo mercantil en los siglos XVIII y XIX (haciendo la salvedad de las transformaciones y las características de nuestro tiempo) en donde se buscaba por medio de la represión vincular por la fuerza a los campesinos, desempleados y "sin techo" a los aparatos productivos, por una parte, y doblegar a las organizaciones obreras inconformes por medio de la violencia, y de esta forma asegurar una mano de obra dócil y disciplinada apta para la mayor explotación posible. Es decir, en la modernidad tardía es evidente la utilización del sistema penal para permitir la explotación que el neoliberalismo necesita.

 

1 La expresión "Welfare", según Garland hace referencia al conjunto de intervenciones sobre la "cuestión social" estructuradas en el marco de la transformación radical del estado del siglo XIX asociada a la "Estado de Bienestar"
2 Pastor Daniel. Encrucijadas del derecho penal internacional y del derecho internacional de los Derechos Humanos. Pontificia Universidad Javeriana y Grupo Editorial Ibáñez. Bogotá 2009. Página 242.
3 Ibídem pág. 244.
4 Ibídem pág. 244.
5 Ibídem pág. 245.
6 Ibídem pág. 245.
7 Ariza Libardo José e Iturralde Manuel. Los muros de la infamia. Prisiones en Colombia y América Latina. Universidad de los Andes, Facultad de Derecho, Centro de Investigaciones Sociológicas (CIJUS). Bogotá, 2011. Pág. 123.
8 Zaffaroni, E. La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar. Ed. Ediar. Buenos Aires. 2011. Pág. 323
9 WACQUANT Loïc. Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social. Barcelona: Gedisa, 2009. Pág. 80.
10 Ibídem, pág. 19.
11 Ibídem, pág. 22.
12 Ibídem, pág. 82.
13 Ibídem, pág. 82.
14 Ibídem, pág. 25.
15 Ibídem, pág. 25.
16 Ibídem, pág. 25.
17 Ibídem, pág. 44.
18 Ibídem, pág. 44.
19 Ibídem, pág. 132.
20 Ibídem, pág. 80.
21 Ibídem, pág. 83.
22 Ibídem, pág. 84.
23 Ibídem, pág. 85.
24 Ibídem, pág. 86.
25 Ibídem, pág. 87.
26 Ibídem, pág. 88.
27 Ibídem, pág. 89.
28 Ibídem, pág. 90.
29 Ibídem, pág. 91.
30 Ibídem, pág. 95.
31 Ibídem, pág. 96.
32 Ibídem, pág. 97.
33 Ibídem, pág. 97.
34 Ibídem, pág. 98.
35 Ibídem, pág. 99.
36 Ibídem, pág. 99.
37 Ibídem, pág. 156.
38 Ibídem, pág. 157.
39 Ibídem, pág. 157.
40 Ibídem, pág. 158.
41 Ibídem, pág. 100.
42 Ibídem, pág. 100.
43 Ibídem, pág. 103.
44 Ibídem, pág. 104.
45 Ibídem, pág. 108.
46 Ibídem, pág. 113.
47 Ibídem, pág. 281.
48 Ibídem, pág. 282.
49 Ibídem, pág. 283.
50 Ibídem, pág. 283.
51 Ibídem, pág. 285.
52 Ibídem, pág. 295.
53 GARLAND David. Crimen y castigo en la modernidad tardía. Bogotá: Siglo del Hombre Editores. Universidad de los Andes. Pontificia Universidad Javeriana. Instituto Pensar, 2007, pág. 181.
54 Ibídem, pág. 185.
55 Ibídem, pág. 186.
56 GARLAND David. La cultura del control. Barcelona: Gedisa, 2001. Pág. 14.
57 Ibídem, pág. 287.
58 Ibídem, pág. 287.
59 Ibídem, pág. 287.
60 Ibídem, pág. 289.
61 Ibídem, pág. 302.
62 Ibídem, pág. 315.
63 Garland David. La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea. Gedisa Editorial. Barcelona, 2001. Pág. 298.
64 Ibídem, pág. 299.
65 Ibídem, pág. 300.
66 Ibídem, pág. 311.
67 ITURRALDE Manuel. Castigo, liberalismo autoritario y justicia penal de excepción. Bogotá: Siglo del hombre Editores, Universidad de los Andes, Pontificia Universidad Javeriana, 2010. PASTOR Daniel. Encrucijadas del derecho penal internacional y del derecho internacional de los Derechos Humanos. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana y Grupo Editorial Ibáñez, 2009. Pág. 21.
68 Ibídem, pág. 21.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

    ARIZA Libardo José e ITURRALDE Manuel. Los muros de la infamia. Prisiones en Colombia y América Latina. Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Derecho, Centro de Investigaciones Sociológicas (CIJUS), 2011.
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    Zaffaroni Eugenio. La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar. Buenos Aires: Ediar, 2011