Sujetos Invisibles, pensamiento Criminológico y Seguridad Ciudadana*

Subject invisible, and public safety  criminological thoughta

Sujeitos Invisíveis, pensamento  Criminológico e Segurança Cidadã

Farid Samir Benavides Vanegas**

* El presente artículo es producto de un proyecto de investigación realizado por el autor en el Centre de Recerca d'Estudis de Conflictología de la UOC.
** MA, JD, PhD, PhD (c); Investigador en Centre de Recerca d'Estudis de Conflictologia CREC, Universitat Oberta de Catalunya Correo Electrónico faridbenavides@gmail.com

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RESUMEN

En este texto me ocupo de los desarrollos que nos llevan de una teoría feminista a una teoría de sexos en la criminología, para luego mostrar su potencial crítico en dos campos en particular: el de la relación entre sexos y seguridad y el de la relación entre jóvenes y seguridad. El desarrollo de una teoría determinada y su fortalecimiento nos permitirá construir un pensamiento crítico alternativo que haga frente a esta involución autoritaria del pensamiento criminológico y de las políticas públicas que le siguen.

Palabras clave: Criminología, seguridad, ciudadano, joven, política pública.

ABSTRACT

In this text I analyze the developments that take us from a feminist theory to a gender theory in criminology, in order to show its potential to criticize the relationship between gender and security and youngsters and security. By developing such a theory will allow us to build an alternative and critical thinking to face the authoritarian involution in criminology and in public policies on security.

Key words: Criminology, Security, Citizen, Young, Public Policy.

RESUMO

Neste trabalho, lido com os desenvolvimentos que nos levam de uma teoria feminista à uma teoria de gênero da criminologia, para em seguida mostrar seu potencial crítico em dois campos em particular: o da relação entre gênero e segurança e o da relação entre jovens e segurança. O desenvolvimento de uma teoria tal e seu fortalecimento nos permitirá construir um pensamento crítico alternativo que faça frente à esta involução autoritária do pensamento criminológico e das políticas públicas que o seguem.

Palavras-chave: Criminologia, Segurança Cidadã, Política, Young Pública.

INTRODUCCIÓN

En los últimos años hemos visto cómo en Colombia ha surgido y se ha fortalecido una corriente de opinión que exige del Gobierno mayor dureza contra el crimen y un mayor control de la seguridad de las ciudades. Como parte de esta corriente, en algunas ciudades se han desarrollado reformas que se basan claramente en las políticas desarrolladas en la ciudad de Nueva York y que son mejor conocidas como políticas de 'tolerancia cero' o de 'ventanas rotas'. Estas teorías y prácticas son importadas a América Latina, pese a la evidencia que demuestra el fracaso en la creación de mayor seguridad y en la protección de los derechos de las personas.
En Colombia, vemos ejemplos de esa corriente en la propuesta que, a través de un referendo, busca reformar la Constitución colombiana y pretende establecer la cadena perpetua para las personas que hayan sido encontradas responsables del delito de violación de menores. La retórica que enmarca estas propuestas es una de aumento de las penas y de un uso extensivo del derecho penal, con un desprecio claro de otro tipo de alternativas menos excluyentes y una clara fundamentación en una opinión punitiva construida por los medios de comunicación. Este tipo de populismo punitivo, como lo ha calificado Chevigny (2003), está haciendo carrera en la región y está reemplazando a otro tipo de políticas más incluyentes. Frente al fracaso de la idea de la resocialización se ha optado por la salida fácil de acudir a la simple retribución (Simón, 1992; Henry & Milovanovic, 1991). Pero la juventud no es percibida solamente en condición de víctima, también se les considera responsables de la mayor parte de los delitos que se cometen y, por eso, curiosamente, por parte de la misma congresista, se propone la reducción de la edad de imputabilidad penal para los y las jóvenes que se encuentran en conflicto con la ley.
Lo anterior puede parecerles contradictorio a muchas personas. Sin embargo, no es tal. Forma parte de la involución autoritaria que se viene presentando en los últimos años y que ha tenido una fuerte influencia en las políticas públicas de la región. A título de ejemplo, valga considerar cómo en las dos últimas décadas las políticas de juventud y el modelo de responsabilidad penal adolescente ha sufrido transformaciones. Si en 1989 se celebraba el surgimiento de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (sic) CIDN, y a partir de ahí se iniciaba un proceso de cambio en la región por el cual se reconocía que lo importante era la protección de los derechos, en los últimos años vemos una involución que considera a los y a las adolescentes sujetos de riesgo, que deben ser excluidos/ as y controlados/as.
En el pensamiento criminológico se habla de una crisis de la crítica y del surgimiento y con solidación de una criminología administrativa (actuarial), que se ocupa del manejo de categorías como poblaciones de riesgo y medidas para su control (Simon, 1992). Sin embargo, al lado de tales teorías existe un cuerpo de pensamiento que contribuye al fortalecimiento de la crítica al sistema penal y que permite una visión mucho más completa del control en sociedades como la colombiana. La teoría crítica, en sus diversas variantes; el pensamiento posmoderno, en especial la criminología constitutiva de Henry y de Milovanovic y la crítica a la nueva penología de Jonathan Simon; y la teoría feminista y de género, son aproximaciones que enriquecen a la criminología y hacen visibles sujetos y realidades que, de otro modo, permanecerían ocultos para nosotros.
En Europa y en América Latina surgió en la década de los setenta un pensamiento crítico dentro del campo de la criminología. Textos como el de Jock Young et ál., titulado La nueva criminología, abrían paso a un campo de investigaciones que se caracterizaba por una crítica a las teorías que sobre el delito y el delincuente se habían formulado en el pasado. En la parte final del libro de Young et ál. se resalta la necesidad de que se formule una teoría crítica de la cuestión criminal, pero sin formularla realmente. La crítica a este texto coincide en señalar que lo que realmente hace es criticar las teorías anteriores desde el punto de vista de las teorías posteriores y, dado que la teoría crítica de la criminología estaba en proceso de construcción, era poco lo que estos autores podían aportar.
Lo cierto era que la teoría de la desviación, tal y como había sido formulada por Durkheim y, posteriormente, por la Escuela de Chicago, era un campo que se encontraba en proceso de extinción (Sumner, 1994). En su reemplazo surgieron una serie de teorías que se ocupaban de la cuestión criminal de diversa manera: por un lado, una criminología individualista, que entendía que el delito era una decisión racional y que, por tanto, las medidas para tomar debían ser de tipo administrativo para controlar el espacio que hay entre la decisión de cometer un delito y el acto mismo. Por el otro lado, ha surgido un pensamiento crítico que pone en cuestión la idea de delito y delincuente. En la década de los noventa, estas corrientes se dividían en tres vertientes principales: el realismo de izquierda, el garantismo y el abolicionismo (Young & Mathews, 1992; Young & Mathews, 1992A; Martínez, 1994). Desde entonces, muchos cambios han ocurrido en la criminología y sobre ellos quiero ocuparme en este texto.
En este texto me ocupo de analizar estas teorías, en particular mostrar los desarrollos que nos llevan de una teoría feminista a una teoría de sexos en la criminología, para luego mostrar su potencial crítico en dos campos en particular: el de la relación entre sexos y seguridad y el de la relación entre jóvenes y seguridad. El desarrollo de una teoría determinada y su fortalecimiento nos permitirá construir un pensamiento crítico alternativo que haga frente a esta involución autoritaria del pensamiento criminológico y de las políticas públicas que le siguen1. 

Criminología administrativa y seguridad ciudadana

El desarrollo de la criminología moderna muestra el final del modelo correccionalista y el paso hacia un modelo que se basa en el control no solo del riesgo contra las personas, sino de ciertos grupos vulnerables (Simon, 1998; EHeHenry & Milovanovic, 1998). En la década de los setenta, las diferentes políticas estatales con respecto al crimen estaban siendo puestas en cuestión. Se consideraba que el Estado carecía de la legitimidad y eficiencia necesarias para ocuparse de la cuestión criminal. El crimen ya no se veía como un acto patológico, como lo hacía la criminología positivista, sino que se consideraba que era el resultado de una serie de procesos que involucraban no solo a quien cometía el delito, sino a quienes desde el poder definían a ciertos sujetos y a ciertas conductas como criminales. Desde estas perspectivas críticas se proponía el desarrollo de una política criminal alternativa que tuviera en cuenta el punto de vista de la clase obrera, que, si era del caso, tendiera hacia la eliminación completa del sistema penal y a su reemplazo por formulas menos invasivas de control (Benavides, 2008). Al lado de esta crítica se desarrolló una crítica adicional que señalaba la existencia de otras miradas posibles que hacían necesario que se tuviera en cuenta la aparición de nuevos sujetos en la esfera pública; tal era el caso de las mujeres y de otros grupos invisibilizados.
El modelo correccionalista, que era propio de un estado de bienestar y de un momento de auge de la economía mundial, fue criticado por lo que tenía de intervención en la subjetividad de las personas y por tratarse de un modelo que hacía énfasis en la aceptación del orden establecido y no en la libertad. Se consideraba que el sistema penal de la época correccionalista podría conducir a un estado disciplinar, que no era válido en una sociedad democrática. Desde la criminología liberal progresista se proponían alternativas a la prisión y alternativas al sistema penal. Se introducen en la discusión la idea de la justicia restaurativa, de la justicia comunitaria, y del necesario diálogo entre la víctima y el victimario. Sin embargo, no se hablaba de políticas de inclusión social o del desarrollo de modelos de ciudadanía incluyente. La participación de la gente en la administración de la justicia no se planteaba desde una transformación de la idea misma de ciudadanía, por lo que el desarrollo de esta criminología crítica no pasó de ese momento negativo, esto es, del momento de la crítica a los modelos existentes, sin proponer alternativas viables para el tratamiento de la cuestión penal (Benavides, 2008; Garland, 2001; Young, 2003).
Sin embargo, también las alternativas fueron vistas con un sentido crítico y se generalizó un discurso del 'nada vale'. Como consecuencia, surgió un modelo de criminología que consideraba que frente al fracaso de la finalidad preventiva de la prisión y del sistema de justicia penal era necesario desarrollar y fortalecer sus funciones represivas. De esta manera, la única justificación existente para la pena de prisión era la pura retribución. El delincuente pasó a ser visto como un ser racional que tomaba la decisión de cometer el delito y por tanto racionalmente decidía atacar a la parte buena de la sociedad. De acuerdo con esta perspectiva, los delincuentes son agentes económicos que pueden ser analizados desde un punto de vista de eficiencia económica (Becker, 1968). Por tanto, las condiciones sociales y las razones históricas no juegan ningún papel en la explicación del delito ni de las causas de la criminalidad.
De este modo surge una criminología administrativa que se caracteriza por la idea de un manejo eficiente de recursos y por la necesidad de controlar poblaciones –grupos enteros– y no individuos. Toda la estructura del sistema penal se orienta al control de las poblaciones peligrosas, se trata de un manejo eficiente del riesgo que representan estos sujetos para la sociedad. Este modelo de manejo del exceso ( controllo della eccedenza según Alessandro DeGiorgi) enfatiza en el carácter de control preventivo –realizado por la policía– y en el carácter de incapacitación a través del uso de la prisión, pues se trata de controlar al más bajo costo posible a una clase criminal (Lynch, 2000).
La criminología administrativa que surgió en Europa y en los Estados Unidos, y que luego fue exportada a otros países, entre ellos los países de América Latina, se caracterizaba por una combinación de una visión económica del control penal y por el uso de una criminología situacional, esto es, el uso de medidas arquitectónicas y urbanísticas para aumentar el control natural ejercido por los habitantes de las casas y de los grandes edificios.
La visión neoliberal de la globalización considera que las sociedades modernas son sociedades de mercado que enfrentan riesgos de todo tipo y en diferentes contextos. Según la 'criminología administrativa', el estudio de las causas del crimen tiene poco sentido, ya que contribuye en poca medida a dar una explicación de la criminalidad y de su evolución. Además, políticamente resulta imposible combatir estas causas. Según los teóricos neoliberales del crimen, la criminología debe concentrarse en el estudio de las variables situacionales que puedan explicar el paso al acto y la victimización. Se interesan, en primer lugar, por el estudio de los delitos contra los bienes de los que son víctimas las familias y las personas individuales y que se producen en las casas y en los lugares públicos (Hebberecht, 2003: 355).
Para la criminología administrativa de tipo neoliberal, el control del crimen es amoral y apolítico, es decir, se trata de una tarea meramente técnica en la cual los encargados del control se limitan a administrar el riesgo que ciertos actos o ciertos grupos representan para la sociedad. Al presentarse de esta manera, las medidas adoptadas parecen más efectivas y evocan menos resistencia de parte de la población. Para este tipo de criminología, el control del delito debe orientarse al control situacional de la criminalidad, reduciendo las oportunidades para que las personas pasen del pensamiento al acto, y para ello se adoptan una serie de medidas técnicas de control de la ciudad que buscan evitar que las personas cometan delitos.
Las políticas de seguridad se reducen a las políticas de mantenimiento del orden, pasando por alto que el verdadero sentido de las políticas de seguridad ciudadana es garantizar el pleno ejercicio de los derechos. Desde el punto de vista de esta criminología, lo central es la garantía del derecho a la seguridad, incluso por encima de los derechos de las personas. Esta concepción parte de la base de la necesidad de garantizar el orden en el espacio público y de evitar que se cometan incivilidades que afecten la tranquilidad de la mayoría de la población. Con el fin de
garantizar esa tranquilidad desarrollan una serie de técnicas de control poblacional que apuntan a evitar que esos colectivos y sus comportamientos afecten a la mayoría buena de la sociedad. En muchos casos estas políticas están basadas en visiones racistas de la sociedad, así como en visiones machistas y adultistas de las mismas2.
Por el contrario, desde una perspectiva de derechos y de la participación ciudadana, el control del delito deja de ser un aspecto meramente técnico y la seguridad se convierte en un derecho de los ciudadanos, pero un derecho entendido desde una perspectiva holística, esto es, el estado no puede afectar los derechos de la ciudadanía en la tarea de protegerlos. Esta perspectiva también es recogida por René van Swaaningen en su análisis de la crisis de la criminología en Europa. Para este autor la criminología crítica debe concentrarse en la defensa de una justicia social y de los derechos humanos en beneficio de las poblaciones más vulnerables (Van Swaaningen, 1997).
Como lo señala el informe de desarrollo humano del PNUD sobre América Central 2009-2010 (PNUD, 2009), las políticas de seguridad en la región son el resultado de los procesos de democratización que se vivieron en la década de los ochenta y la de los noventa. En efecto, al final de las dictaduras militares siguió un proceso de democratización que supuso la desmilitarización de la seguridad pública y una serie de reformas tendientes a la modernización de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, con el fin de adaptarlas al nuevo marco democrático que tenía la región. Sin embargo, el aumento de las tasas de criminalidad trajo consigo una reacción populista a los problemas de seguridad ciudadana y con ello dos fenómenos que marcan buena parte de la situación de seguridad en América Latina: el po pulismo punitivo y la presencia de hechos de justicia privada, en particular los linchamientos o lo que ha sido denominado como formas de (in)justicia popular (Snodgrass-Godoy, 2005; Snodgrass-Godoy, 2006).
En América Central, el proceso de democratización se inició con el Tratado Marco de Seguridad Democrática de 1995, que estableció una serie de medidas tendientes al establecimiento de políticas de seguridad democrática que se alejaran de las prácticas establecidas durante las dictaduras (Urgell, 2006). El proceso de modernización estuvo acompañado por un énfasis en la prevención del delito y por políticas de prevención situacionales que apuntaban al control de los factores de riesgo y a la atención de las poblaciones vulnerables, lo que incluía medidas de control del abuso del alcohol, del consumo de drogas, del porte de armas, de la violencia intrafamiliar y de la violencia juvenil (PNUD, 2009: 187).
Uno de los focos de las reformas ha sido la desmilitarización de la seguridad ciudadana, con lo que las fuerzas militares volvían a su papel tradicional de defensa de la integridad del Estado frente a agresiones de un enemigo externo3, en tanto que la Policía era objeto de reformas modernizadoras que buscaban acercarla a la comunidad, profesionalizarla y someterla a un control civil. Al mismo tiempo, se observan en la región una serie de reformas que buscan la modernización de la justicia y la sustitución del modelo inquisitivo de juzgamiento por uno acusatorio, sobre la base de que este último es mucho más respetuoso de los derechos del procesado y es mucho más eficiente en la realización de los derechos de la víctima (Benavides, 2008).
Sin embargo, en América Central y en América Latina en general, se dio un aumento de la criminalidad y un aumento de la inseguridad subjetiva, lo que llevó a los gobiernos de la región a adoptar medidas punitivas para resolver la crisis y para aumentar la sensación de seguridad subjetiva. La respuesta se dio en forma de aumento de las penas, de remilitarización de la seguridad ciudadana y, en general, de adopción de políticas que se enmarcan dentro de lo que se denominó populismo punitivo o populismo del miedo, lo que contribuyó a la constitución de ciudadanías del miedo y no de ciudadanías plenas (Chevigny, 2003; Dammert, 2009)4. Además, la respuesta estatal fue acompañada con un fenómeno de privatización de la seguridad ciudadana, que se manifestó por lo menos de dos formas: con el incremento de las empresas de seguridad privada –que apuntaba sobre todo a la protección de las clases medias y las clases altas, estableciendo ciudades seguras dentro de las ciudades y generando nuevas formas de exclusión y de aislamiento– y con el aumento de los casos de linchamientos por parte de la comunidad.

a. (In)justicia popular: el caso de los linchamientos

Las formas violentas de justicia popular, en particular los linchamientos, se han convertido en uno de los problemas más graves en América Latina. En Perú, Bolivia y Guatemala se han presentado con cierta frecuencia casos de linchamientos, lo que ha generado preocupación no solo en la ciudadanía, sino en los gobiernos de la región. La literatura sobre la transición a la democracia partía de la base de que una vez depuestas las dictaduras militares e iniciada la transición hacia gobiernos democráticos, los países latinoamericanos gozarían de instituciones democráticas y, por tanto, no se darían problemas graves para la administración de justicia. Sin embargo, la transición demostró que la suposición de que las sociedades civiles latinoamericanas eran per se democráticas no estaba completamente fundada. La transición al posconflicto en Guatemala y El Salvador mostró que la sociedad civil posconflicto podría ser incivil y acudir a formas de injusticia popular para la solución de sus problemas sociales (Snodgrass-Godoy, 2006).
La literatura sobre los linchamientos ha acudido a explicaciones que destacan el carácter espectacular de estos, y ha intentado explicarlo como rezagos premodernos en sociedades modernas y, sobre todo, como prácticas propias de comunidades indígenas o campesinas que aún no han entrado a la modernidad. Para el caso de Guatemala, Angelina Snodgrass-Godoy ha mostrado que los linchamientos no están conectados a prácticas culturales indígenas o campesinas, sino que son prácticas que ya habían sido introducidas por la dictadura con el fin de sancionar a los adversarios y aterrorizar a la población y eliminar a los rivales políticos. Las violaciones cometidas durante la dictadura y la violencia ejercida contra las comunidades produjeron un deterioro del tejido social y por tanto un sentimiento de desconfianza en el Estado. Dada la ausencia de Estado y la falta de confianza en sus instituciones, la sociedad civil recurrió a formas de justicia privada para dar solución a los problemas de (in)seguridad que se presentaron durante la democracia. Uno de los aportes más importantes del análisis que hace SnodgrassGodoy es la importancia de respetar el Estado de derecho y los derechos de las personas, pues la lucha contra el delito en un marco de violaciones de derechos no conduce a la solución de los problemas sociales, sino a su agravamiento (Snodgrass-Godoy, 2006).
Los linchamientos no son solo el reflejo de una sociedad civil que adopta prácticas violentas de resolución de los conflictos. También son el reflejo de la incapacidad del Estado para imponer la ley y hacer efectivo el Estado de derecho. La ONU y la OEA han denunciado que cada vez es más común entre los latinoamericanos y las latinoamericanas que renuncien a hacer valer los mecanismos públicos de solución de los conflictos, lo que se observa en la baja tasa de denuncia de los delitos, en el aumento desmedido de las empresas de seguridad privada y en la entronización de los linchamientos como pena extrema para una variedad de hechos que las comunidades consideran delictivos (OEA-PNUD, 2010).
En el informe de la OEA y del PNUD sobre el estado de la democracia en América Latina se analizan diversas políticas públicas y su efecto sobre la democracia en la región. En el caso de la seguridad ciudadana se muestra su importancia para la consolidación y el fortalecimiento de la democracia en América Latina. Igualmente, se analiza la compleja relación que existe entre la reducción de la inseguridad ciudadana y la defensa de otros derechos de las personas. En el informe se señala que "Una democracia que no es capaz de asegurar el ejercicio pleno de derechos sociales y económicos termina por crear condiciones que favorecen la generación y reproducción de la violencia, la cual a su vez la debilita" (OEA-PNUD, 2010: 188). Uno de tales casos es el linchamiento.
El linchamiento se define como una "Acción colectiva de carácter privado e ilegal, de gran despliegue de violencia física, que eventualmente culmina con la muerte de la víctima. Es una acción que se emprende en respuesta a actos o conductas reales de la víctima o imputados a ella, quien se encuentra en inferioridad numérica abrumadora frente a los linchadores" (Vila, 2005:21). El linchamiento es así una violación de la legalidad del Estado, pero a la vez se percibe como una respuesta a la ausencia de justicia estatal, ya sea porque es inexistente, ya porque se percibe como corrupta. De este modo, las comunidades deciden reemplazar al Estado y toman la justicia por sus propias manos. El linchamiento es la expresión de la ausencia del Estado y de la necesidad de la comunidad de llenarlo con alguna forma de justicia. La pirámide de la conflictividad es un concepto que busca mostrar cómo el sistema de justicia estatal se ocupa de una mínima parte de los conflictos existentes en la sociedad. Esto no significa que estos conflictos no se resuelvan, solo que su solución tiene lugar por fuera de las instancias estatales. Algunas de estas soluciones se dan a través de mecanismos alternativos de resolución de los conflictos y por medios pacíficos, pero en otros casos se trata de medios violentos que van en contra de la legalidad estatal. El linchamiento es una de estas formas ilegales y violentas de sustitución de la justicia estatal.
Al preguntarse por las razones por las cuales esto se da, existe consenso en señalar que las formas de justicia privada son el resultado de la incapacidad del Estado o de la falta de voluntad para garantizar la seguridad de la ciudadanía y para ejercer el monopolio legítimo de la violencia. Como lo señala Vilas, el linchamiento no es el resultado de las prácticas culturales de la comunidad, pero sí se beneficia de la necesidad de cohesión de la comunidad frente a las inseguridades que la afectan y frente a la ausencia estatal. No es casual que los linchamientos se produzcan en las zonas urbanas y rurales con mayor exclusión social. El hecho de que se den tanto en el campo como en la ciudad excluye la posibilidad de adjudicar esta práctica a la concepción cultural de los pueblos indígenas. Para Vilas "El linchamiento es una respuesta colectiva extrema a situaciones de inseguridad. Cuando el grupo que lo comete se encuentra referenciado no solo por el hecho del que se agravia, sino sobre todo por una determinada identidad cultural, etnolingüística u otra de similar densidad, la ejecución del linchamiento asume modalidades particulares, contribuyendo asimismo al reforzamiento de esa identidad y a la cohesión del grupo" (Vilas, 2005: 22). Es importante destacar que en las investigaciones de Snodgrass-Godoy y Vilas los linchamientos se presentan en comunidades de bajos recursos económicos y las víctimas suelen ser también personas de esas mismas condiciones sociales y económicas, lo que muestra los efectos de la exclusión social sobre el ejercicio de la justicia en estas comunidades. Los linchamientos se enmarcan en un contexto en el cual la confianza
en las instituciones es muy baja y, por tanto, el atractivo de las soluciones privadas y estrictamente punitivas es mayor.
Los linchamientos se ven favorecidos por contextos de debilidad estatal, de tradiciones autoritarias en la resolución de los conflictos y por entornos en los cuales los cambios económicos y sociales han dejado una sensación de inseguridad mayor en la población más vulnerable. Los linchamientos son formas en las que las comunidades intentan retomar control sobre sus vidas y sobre la seguridad de su entorno. Uno de los factores que se encuentra en la base de los linchamientos es la ausencia del Estado y su ineficiencia en la prestación del servicio de seguridad y de justicia, ya porque no lo hace, ya porque se le considera ilegítimo, o porque acude a formas violentas, con lo que envía el mensaje de que su propia legalidad no es válida y, por tanto, de que puede ser vulnerada.
Las razones para la ausencia del Estado pueden ser geográficas, o debido a la captura del Estado por poderes locales, o por el impacto de las reformas neoliberales que han producido una reducción del Estado y limitado su habilidad para prestar el servicio de seguridad a su población. De acuerdo con Vilas, los linchamientos se han dado e incrementado en aquellos lugares en donde la reducción del Estado fue extrema y condujo al desmantelamiento de instrumentos de política pública que servían como mecanismos de contención y de promoción social. "El achicamiento neoliberal del Estado impactó severamente en los niveles de pobreza de sectores amplios de la población, al mismo tiempo que consolidó complejas modalidades de promoción de sectores de gran poder económico y prestigio social. No parece casual que sea precisamente en los espacios sociales de empobrecimiento y vulnerabilidad donde tienen lugar los linchamientos (…) El linchamiento es una reacción terrible, pero efectiva a los ojos de quienes lo cometen, para compensar ese déficit de poder estatal legítimo en los escenarios de inseguridad que ese mismo déficit contribuye a construir o a agravar" (Vilas, 2005: 26).

b. Mano dura y populismo punitivo

Como respuesta a los problemas de inseguridad en la región, los gobiernos apelaron a políticas de mano dura, con el fin de enfrentarlos con políticas meramente represivas. En la región se han aplicado diversas medidas de seguridad ciudadana tendientes a resolver de manera represiva los problemas de violencia y de criminalidad. Se ha establecido un populismo del miedo en el cual el temor al delito se ha convertido en un mecanismo unificador de la ciudadanía. Al lado de esto se han adoptado políticas de mano dura en donde se ha establecido un verdadero derecho penal de enemigo, que busca criminalizar al otro simplemente por el hecho de su diferencia (Aponte, 2008). Las leyes antimaras son un buen ejemplo de este tipo de políticas. Además de ello, se han establecido políticas de tolerancia cero frente al delito, siguiendo el modelo de Nueva York, o agregando programas de inclusión social, como es el caso del modelo Bogotá (Snodgrass-Godoy & Beckett, 2010).
Las investigaciones muestran cómo el delito se convierte en un peligro para la democracia, no solo por sus efectos en las políticas estatales, sino por el hecho de que puede generar una opinión pública autoritaria y dispuesta a apoyar medidas antidemocráticas en contra del delito (Ruiz, 2005; Bateson, 2009). El aumento de la criminalidad puede afectar la democracia en dos sentidos: en primer lugar, puede llevar a que la ciudadanía se desentienda de la política y deje a los gobiernos y a la policía ocuparse exclusivamente y sin control del tema de la criminalidad; y, en segundo lugar, puede llevar a que la ciudadanía apoye la presencia de gobiernos autoritarios (Pérez, 2009).
Paul Chevigny, en un análisis de las políticas de seguridad de varios países de América Latina, acuñó el término populismo punitivo para referirse a las políticas que los gobiernos democráticos establecían con el fin de gobernar a partir del temor. El miedo al delito se ha convertido en un elemento importante dentro de las campañas políticas y se ha visto una correlación entre las promesas de mano dura frente al delito o de tolerancia cero y la reducción del Estado y la falta de voluntad o de capacidad para la prestación de servicios sociales. En últimas, en muchos países en los cuales se han dado procesos de reducción del Estado y de eliminación de políticas sociales, el delito se ha convertido en el elemento aglutinador de la ciudadanía, lo que ha sido denominado como la gobernanza a través del miedo. Como lo señala Chevigny, en épocas de escasez de servicios sociales, los políticos apelan al miedo a un enemigo interno, en este caso el miedo al delito y al delincuente –que suele ser un varón, joven y de clase baja-. Las reformas neoliberales que se han hecho en la región han producido daños estructurales y han aumentado la exclusión social y la inseguridad ciudadana. Sin embargo, los gobiernos han adoptado políticas de prevención situacional que hacen ver que los individuos son los únicos responsables de la criminalidad, esto es, que son las personas las que escogen cometer los delitos y por tanto que lo único que cabe hacer es aumentar el costo del delito para quienes delinquen, usualmente con el aumento de la pena y con el endurecimiento de las condiciones en la prisión, y con la creación de mecanismos privados de seguridad y de espacios privados seguros, como son los centros comerciales o las gated communities .
Las campañas políticas se caracterizan por sus ataques constantes al Estado y su respuesta a la criminalidad. Se afirma que los jueces y las juezas son débiles, que el sistema no sanciona a las personas responsables de comisión de delitos, que las penas son muy bajas para prevenir con efectividad la comisión de delitos. De este modo, el populismo del miedo va no solo en contra de Estado, al que considera muy débil para hacer frente a lo que llaman graves problemas de seguridad, sino incluso en contra de los expertos, a quienes consideran incapaces de dar verdadera cuenta de los problemas de delincuencia y de violencia en la región (Chevigny, 2003: 79). El populismo del miedo se ocupa solamente de la seguridad personal a través de respuestas represivas que apuntan exclusivamente a la sanción penal o al encarcelamiento de las personas.
Las limitaciones del Estado en la prestación de los servicios de seguridad conducen a políticas de mano dura o a políticas de tolerancia cero, pero igualmente pueden conducir a mecanismos de justicia privada, como los linchamientos, o al aumento de medios privados de seguridad, como las empresas privadas de seguridad, o las rondas campesinas, o los grupos paramilitares (Garzón, 2008; Duncan, 2008; Snodgrass-Godoy, 2005).
Las políticas de mano dura y de tolerancia cero se basan en las políticas diseñadas en la ciudad de Nueva York y que fueron conocidas como políticas de tolerancia cero frente al delito o de cualidad de vida. Estas políticas se basan en una concepción de la civilidad como el resultado de la conexión existente entre la calidad de vida de los residentes urbanos y el cumplimiento de las normas. De acuerdo con Richard Boy y Ash Amin, la civilidad supone no solo los medios para reducir los conflictos entre las personas, sino también los medios necesarios para adoptar el pluralismo y la equidad necesarios para que las democracias funcionen (Beckett & SnodgrassGodoy, 2010). Sin embargo, en los debates acerca de la cuestión de la seguridad en Nueva York se invocaba la teoría de las ventanas rotas, que apuntaba a señalar una relación directa entre el delito y las manifestaciones de desorden5. De acuerdo con Kelling y Wilson (1982), las personas no tienen tanto temor al delito como a las situaciones de desorden ciudadano. Además, la situación de desorden presenta la imagen de que en el lugar la ley no se aplica con fuerza y que, por tanto, pequeñas incivilidades pueden ser cometidas, como escupir en la calle, beber alcohol en las esquinas, lanzar basura al suelo, etc. Una vez esto ocurre sin que sea sancionado, se asume que la ley definitivamente no se aplica y que, por tanto, en el lugar se pueden cometer delitos con impunidad. De acuerdo con los defensores de las políticas de tolerancia cero, estas políticas establecidas durante la administración de Rudolph Giuliani en la década de los noventa produjeron una reducción de la criminalidad.
Pese al éxito aparente de las políticas, no está demostrado que la reducción del delito haya sido el resultado directo de ellas, pues en el mismo período se dieron reducciones significativas de la criminalidad en ciudades como Chicago, San Francisco y Boston, todas ellas con políticas de seguridad diferentes a las establecidas por la ciudad de Nueva York. Mientras Nueva York experimentó una reducción de las tasas de homicidio del 70%, San Diego lo hizo en un 76,4%, Boston en un 69,3%, Houston en un 61,3% y Dallas en un 52,4%. San Diego se destaca, pues muchas de sus políticas eran mucho más inclusivas y preventivas que las de Nueva York y produjo mejores resultados que las políticas de tolerancia cero. Esto no solo demuestra que hay otras políticas que funcionan mejor que las represivas, sino que no se puede identificar la reducción de la criminalidad en los Estados Unidos con las políticas de tolerancia cero (Harcourt, 2002).
En últimas, lo que ofrece el modelo de Nueva York no es otra cosa que una sociedad con ma yor vigilancia y una mayor presencia policial en las calles. Al centrarse en la represión, las relaciones entre la Policía y la comunidad se deterioran y las quejas por abusos policiales aumentan. De ello no se sigue que esta sea la única forma de mejorar la calidad de vida en las ciudades, tal y como se observa en los resultados obtenidos con las políticas de San Diego y de Boston. Por ello Harcourt se refiere a esta teoría más como una teoría rota que como una teoría sobre las ventanas rotas ( f r o m b r o ke n w i n d o w s t h e o r y t o broken theory) (Harcourt, 2002).
En la imposición de las políticas de cualidad de vida, el trabajo de la Policía era central, pues le correspondía ejercer la coerción y el control sobre las poblaciones que consideraba peligrosas. El número de policías aumentó y se buscaba que la posibilidad de parar y registrar a las personas fuera un elemento central para controlar la posesión de armas y para averiguar los antecedentes de las personas registradas. Sin embargo, las investigaciones sobre las políticas de Nueva York mostraron que la población negra y latina tenía una mayor probabilidad de ser detenida por la policía que la población blanca, por lo que se criticó el racismo inherente a su implementación (Bowling, 1999; Harcourt, 2001). Las quejas en contra de los abusos policiales aumentaron en un 75% en los primeros cuatro años de la administración de Giuliani y los gastos para pagar las indemnizaciones subieron de 24 millones de dólares en 1994 a 97 millones de dólares en 1997 (Becket & Snodgrass-Godoy, 2010: 284).
Las políticas de tolerancia cero se enmarcan también dentro de las políticas de reducción del gasto fiscal promovidas por el partido republicano en los Estados Unidos. Así, la necesidad de garantizar la seguridad a través de la represión significó un aumento del gasto en policía y en prisiones, por lo que los recortes se hicieron en la ayuda social para las personas pobres. De este modo, nuevas formas de exclusión social fueron establecidas y a cambio solo se ofrecían las medidas represivas, esto es, la prisión se convirtió en la única solución para una gran
variedad de problemas sociales (Wacquant, 2002; Wacquant, 2005). Las políticas de la ciudad de Nueva York buscaban mejorar la calidad de vida de las personas a través de la intensificación del trabajo policial para el cumplimiento de la ley, particularmente en contra de las ofensas menores que eran vistas como la entrada al delito y más fáciles de controlar que los delitos graves. El gasto fiscal aumentó en servicios represivos de seguridad y se redujo dramáticamente en los programas sociales, con lo que se exacerbó la exclusión social de que ya eran víctimas estas poblaciones –la negra y la latina–. Las poblaciones más vulnerables sufrieron con mayor fuerza estas políticas y, lo peor de todo, no se demostró que tuvieran ninguna influencia en la reducción de las tasas de criminalidad durante la década del noventa. Bernard Harcourt muestra, precisamente, que la dificultad para evaluar las políticas de cualidad de vida radica precisamente en el hecho de que no hay evidencia de que haya una relación entre desorden y delito o violencia. Todo lo contrario, la literatura sobre el tema muestra que no la hay y, por tanto, la popularidad de estas políticas es meramente retórica pues no se funda en datos científicos. De hecho, pese a ser políticamente popular resulta ser una medida que no disminuye las tasas delictivas y sí aumenta las quejas en contra del comportamiento policial (Harcourt, 2002).
El populismo punitivo es así el resultado de la intersección entre lo político con la sanción penal. Esta vinculación responde a una serie de supuestos:
• La percepción de que el aumento de las penas de prisión tienen un efecto directo sobre las tasas de criminalidad.
• El convencimiento de que el aumento de las penas y su endurecimiento contribuyen al fortalecimiento del consenso moral alrededor del cumplimiento de la ley.
• La percepción de que ser duro con el delito tiene efectos electorales. David Garland ha documentado cómo en Europa y en los Estados Unidos tanto los partidos de derecha como los de izquierda han adoptado discursos de dureza contra el delito –y un discurso antiinmigrante– con el fin de seducir a un electorado que está cada vez más a la derecha en estos campos (Garland, 2001).
Como lo señala Dammert, "el populismo penal surge como una reacción política a las ansiedades propias de la modernidad tardía, que se reflejan particularmente en el incremento de la criminalidad y en la percepción de inseguridad. Las políticas criminales, al igual que las de seguridad pública, se configuran a partir de los intereses en juego de diversos grupos: los actores políticos, la opinión pública y los medios de comunicación, los cuales en la mayoría de los casos se desatan a partir de crisis ante la necesidad de obtener resultados prontamente" (Dammert, 2009: 21). En su análisis sobre las políticas que se enmarcan bajo el populismo penal, Dammert muestra que el consenso del control del delito se compone de estos puntos:
• El delito es el enemigo público No. 1 de las sociedades.
• El delito es responsabilidad individual, por lo que las políticas de seguridad ciudadana hacen énfasis en la protección situacional de las víctimas. Se asume que hay que elegir entre la protección a las víctimas o a los victimarios.
• El control del delito funciona a través de la disuasión y de la incapacitación de los ofensores, incluso a través de la violación de los derechos de las personas procesadas, pues se asume que la protección del sistema
penal debe recaer sobre las víctimas y no sobre los victimarios.
El populismo penal y las políticas de mano dura fueron importados a América Latina con el fin de hacer frente a las situaciones de inseguridad que se presentaron en la región. Se ha hecho modificaciones legales e institucionales con el fin de hacerle frente a la violencia y a la criminalidad. Se endurecieron las penas y se eliminó en muchos casos la posibilidad de obtener la libertad condicional. En todo caso, los estudios sobre la efectividad de estas medidas han mostrado que solo han contribuido al aumento de las personas en prisión, pero no han producido una reducción significativa en la criminalidad y el delito. La incapacitación penal se convierte en la medida por excelencia, todo ello con detrimento de otro tipo de medidas que apunten a la reinserción o resocialización de las personas privadas de la libertad.
Frente a los problemas de seguridad, los países han adoptado políticas de mano dura. Una de los problemas que más ha preocupado a los gobiernos centroamericanos ha sido el de las maras. A partir de un conocimiento parcial del fenómeno, que se basaba, sobre todo, en informes de prensa que presentaban una visión distorsionada de la realidad, se diseñaron políticas que buscaban acabar a través de la represión con estos grupos. De acuerdo con el gobierno hondureño, las maras son una amenaza para la estabilidad democrática y para la confianza ciudadana en la efectividad del Estado. La respuesta del gobierno hondureño fue una de mano dura y por ello se valió de la policía y del sistema penal para acabar con las maras. Las leyes de mano dura establecieron como delictiva la simple pertenencia a una mara y la consideraban como un delito de asociación ilícito, penado con prisión de tres a doce años. Además, se reducía la edad de imputabilidad penal a doce años y se limitaban algunos de los derechos de las personas procesadas. Una de las medidas más criticadas ha sido la presunción de que el porte de un tatuaje implica necesariamente la pertenencia a las maras.
Si bien esta política trajo consigo la reducción de delitos contra la propiedad, produjo un aumento de los delitos de homicidio, un incremento de la población carcelaria y un aumento de las quejas por abuso policial. Al igual que las políticas de tolerancia cero en Nueva York, el resultado más importante de la política fue el aumento de la represión policial y el deterioro de las relaciones entre la policía y la comunidad. Sobre todo, este tipo de políticas ha traído consigo la vulneración de los derechos de la juventud, pues la policía detiene a los jóvenes con el único propósito de buscar tatuajes y de arrestarlos si portan uno. Esto ha conducido a que las maras y los mareros (las mujeres tienden a no usar tatuajes) dejen de usar tatuajes como mecanismo de identificación y a aumentar la exclusión social de muchas personas jóvenes. El gobierno hondureño, mediante la aplicación de medidas antimaras sin políticas sociales o de inclusión, contribuyó así a la creación de un derecho penal de enemigo, en donde el miedo a las maras y el miedo a la policía se convirtieron en formas de gobierno de la población, creando con ello ciudadanías del miedo. Las políticas de mano dura se revelan de esta manera como meramente simbólicas y no contribuyen a la solución del problema central que es la violencia entre y contra jóvenes y la exclusión social de que son víctimas (Berkman, 2005).
Las leyes antimaras han sido fuertemente criticadas por su incidencia en la violación de los derechos de las personas procesadas y, en particular, por la violación de los derechos de la juventud. Como lo muestra el análisis de Dammert (2009: 63), la efectividad de las políticas de mano dura es seriamente cuestionada por los propios actores nacionales. Su efecto es relativo y apunta, sobre todo, a aumentar el sentimiento de seguridad de las personas, pese al hecho de que las tasas de criminalidad permanezcan estables.
En el Informe del PNUD de Desarrollo Humano sobre América Central 2009-2010 se muestra cómo después de un proceso de desmilitarización de la seguridad ciudadana y de moderni
zación de las instituciones que tienen que ver con el campo, se dio una respuesta reactiva frente al incremento de las tasas de violencia y de criminalidad. La seguridad ciudadana fue remilitarizada de nuevo, aunque esta vez como consecuencia de la desconfianza con respecto a la policía, y los gobiernos apelaron a políticas populistas en materia de seguridad ciudadana. Como lo anota Bernardo Kliksberg, citado en el IDHAC 2009-2010, "las acciones de mano dura no tocan las causas estructurales del delito y la violencia en una sociedad; al contrario, tienden a empeorar el ambiente diario, especialmente de los jóvenes procedentes de las zonas marginales, al generalizar su carácter de sospechosos en potencia, y acentuar con ello su exclusión. Por esos sus resultados son tan pobres" (PNUD, 2009: 208).

c. La privatización de la seguridad

Además de la existencia de formas violentas de justicia privada, realizada especialmente por una sociedad incivil, la ausencia del Estado y la pérdida de fe en su legitimidad ha conducido a la privatización del servicio de seguridad, a un punto en el que el personal privado supera en número al personal público que desarrolla tareas de seguridad. En Guatemala, por ejemplo, hay 127 empresas privadas de seguridad registradas con más de 106 mil personas. La mayor parte de los miembros de estas empresas son exsoldados y expolicías, lo que da un policía por cada siete guardaespaldas, con lo que la seguridad ha sido trasladada del sector público al sector privado (Arias, 2009; PNUD, 2009: 241).
Como lo muestra Patricia Arias en su estudio sobre la seguridad privada en América Latina, el temor ciudadano a ser víctimas de un delito y la aparición de nuevas formas de inseguridad acrecientan la demanda ciudadana por mayor seguridad. La incapacidad y la falta de legitimidad del Estado hacen que aumente la contratación de guardias y de vigilantes privados para la protección de las personas y de sus bienes. La seguridad privada nace enfocada a la prevención situacional con el fin de inhibir a las personas para que no cometan delitos en la zona vigilada.
Esto significa que la seguridad privada no tiene ningún fin más allá que el de garantizar que en un sector determinado no se cometan delitos o incivilidades mediante un control de los factores que facilitan la comisión de delitos.
En América Latina ha habido un incremento en las agencias de seguridad privada, sin que se haya hecho un proceso adecuado de control y de regulación y sin que se doten a las agencias de control de los mecanismos necesarios para la vigilancia y control de las agencias de seguridad privada. En el año 2003, el total de guardias en la región era de 1,63 millones; en tanto, en 2007 era ya de 2,5 millones. Sin embargo, la cifra puede ser más alta en cada caso, pues solo tiene en cuenta a las agencias legales y no a la gran cantidad de agencias ilegales de seguridad que existen en la región (Arias, 2009: 23). Arias publica el siguiente cuadro, en donde muestra la magnitud del sector de la seguridad privada. Pese al hecho de ser datos del 2004, dan una buena imagen del estado de la cuestión:

Cuadro No. 2. Empresas privadas de seguridad

Fuente: Arias, 2009: 23.

En la región opera un gran número de empresas ilegales de seguridad, pero en todo caso se observa que en la mayor parte de los países hay más guardias y vigilantes que policías, lo que demuestra cómo la seguridad cada vez deja de estar en manos y bajo el control del Estado. Arias proporciona los siguientes datos:

Cuadro No. 3. Comparación entre agentes estatales y no estatales de seguridad

Fuente: Arias, 2009.

Arias concluye su estudio señalando las deficiencias existentes en la legislación, que no regulan adecuadamente al sector de la seguridad privada y que dejan vacíos en la ley. Destaca, sobre todo, la importancia de unificar la legislación, y de evitar la proliferación de prestadores del servicio. La vigilancia y el control de las empresas de seguridad privada son de suma importancia, pues pueden llegar a convertirse en poderes paralelos al Estado o derivar en ejércitos privados o en grupos paramilitares, como ocurrió en Colombia con las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad, Convivir, que fueron utilizadas por los traficantes de droga y grupos de extrema derecha para usarlos como ejércitos privados en su lucha contra la guerrilla. También, es importante que se establezcan controles de la sociedad civil, con el fin de evitar los abusos que estas compañías pueden cometer si se dejan sin control alguno. Uno de los aspectos que se destaca es el de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, con el fin de evitar que se garantice la impunidad bajo el amparo de estas entidades (Arias, 2009, 134).
La falta de formas institucionalizadas de justicia abre paso a que otros actores llenen el espacio dejado por el Estado, proveyendo justicia para unos pocos y, con mucha frecuencia, en defensa de sus propios intereses. Todos los demás son dejados de lado y reprimidos por estos sistemas de justicia privada. El fracaso del Estado en cumplir con la provisión del servicio de seguridad y de justicia afecta no solo a quienes tienen un derecho a que sus intereses se vean protegidos, sino que fuerza a las comunidades a someterse a las instituciones informales que son creadas y mantenidas por las organizaciones no legales y violentas (Berkman, 2007, 11).

Género y políticas de seguridad ciudadana

El campo de la seguridad ciudadana no es un campo neutral. Está atravesado por cuestiones de clase, de etnia y de género. En el caso de la perspectiva de género que es transversal al campo de la seguridad ciudadana, se permite conocer no solo las (in)seguridades que son invisibilizadas, sino los factores que intervienen para su invisibilización. Pero, además, una perspectiva de género permite comprender qué es lo que hay en la base de muchos delitos.
Los diferentes estudios que se ocupan de analizar la cuestión de la seguridad desde una perspectiva de género, coinciden en la necesidad de abordar tanto los aspectos estructurales como los aspectos institucionales. En el lado estructural se trata de desarrollar políticas sociales de inclusión que apunten al logro de la igualdad de género. Igualmente, se señala la importancia de acabar con las masculinidades violentas, lo que supone un proceso de educación de la ciudadanía y un trabajo que permita derribar los diferentes mitos alrededor de la cuestión de la seguridad, tanto de hombres como mujeres. Caroline Moser muestra la relación que existe entre violencia social y violencia doméstica, esto es, cómo a la base de las violencias públicas se encuentran formas de violencia que son ocultadas, impidiendo desarrollar políticas integrales de seguridad (Gomariz & García, 2003).
Por el lado institucional, se destaca la importancia de tener en cuenta la experiencia de las mujeres en el trabajo de las instituciones encargadas del diseño e implementación de las políticas de seguridad. Esto significa una participación equitativa de las mujeres y de su experiencia en estas instituciones. Esto tiene especial relevancia en instituciones como la Policía Nacional, pero también en el desarrollo de indicadores de género y del desarrollo de metodologías de recolección de datos para hacer esa participación mucho más efectiva. María Naredo identifica cuatro mitos en la visión de la seguridad ciudadana, que deben ser desmontados desde una perspectiva de género:
• La seguridad ciudadana se ha basado tradicionalmente en las necesidades de un ciudadano tipo, que coincide con el hombre propietario.
• Se establece la diferencia entre público y privado, concibiéndose al primero como inseguro y al segundo como seguro.
• Se identifica a los grupos excluidos como los grupos peligrosos.
• Se mide la seguridad ciudadana, y se asumen las políticas del caso, sobre la base de los datos oficiales (Naredo, 2009).
Pensar las políticas de seguridad ciudadana con una perspectiva de género implica reformular el tema en términos de respeto y protección de los derechos de ciudadanía. Se trata, por tanto, de crear un contexto en el que tanto mujeres como hombres puedan ejercer tales derechos. Pero, también, se trata de reconocer que la división existente entre el espacio público y el privado es problemática, pues si bien las encuestas muestran que las mujeres temen a la violencia en el espacio público, lo cierto es que se dan más actos de violencia por parte de conocidos y familiares. La violencia doméstica afecta más a las mujeres que la violencia callejera. Esto muestra cómo la seguridad y la inseguridad son percibidas de forma diferente por parte de hombres y de mujeres.
Una de las cuestiones centrales en la relación entre género y seguridad ciudadana es entender la distribución desigual del poder entre hombres y mujeres. Pero a tal distribución es necesario agregar la desigualdad existente en términos de clase y de etnia. Esto es, para el análisis de las políticas públicas, es necesario que se tenga en cuenta las diferentes formas de exclusión, lo que Anderson ha denominado las exclusiones entrecruzadas, que tocan no solo con el género sino con todas las dimensiones de identidad de las personas (Anderson, 2004). Este reconocimiento es importante, pues en la medida en que se eliminen todos los sistemas de exclusión será posible alcanzar la igualdad de género. En todo caso, se parte de un reconocimiento de la situación de violación a sus derechos en que se encuentran muchas mujeres que a su identidad de género unen su identidad etaria, de clase y étnica, por lo que es importante desarrollar políticas integrales que apunten a todas estas formas de exclusión y de discriminación social.
En la elaboración de las políticas públicas, el reto es contar con la participación de las mujeres, que estén en el centro de la intervención. Pero ello debe hacerse reconociendo que se trata de titulares de derechos que son capaces de movilizar y adecuar las instancias de intervención para sus requerimientos (Naredo, 2009:7). Una perspectiva tal, afecta todas las etapas del diseño institucional e incluso la estructura de la ciudad. Es importante señalar que no se trata simplemente de evitar la violencia física, sino de eliminar toda forma de violencia, estructural y simbólica, con el fin de garantizar el ejercicio de los derechos de ciudadanía. Como lo señala Ana Falu, no se trata de tener ciudades esterilizadas sino que se trata de contar con ciudadanas empoderadas y dueñas de sí mismas y de sus derechos, que cuiden de sí mismas, esto es, que sean personas que gocen de seguridad (Falu, 2009).
Para el PNUD, la igualdad de género no es solo un producto aislado del desarrollo humano, sino que se trata de un objetivo central. La discriminación de género es la fuente de la pobreza endémica, de la desigualdad y del bajo desarrollo económico, de los altos índices de VIH, y de la existencia de una gobernanza inadecuada. Una perspectiva de género busca dar visibilidad y apoyo a las contribuciones de las mujeres y destaca el impacto diferencial en las estrategias, los programas y los proyectos para hombres y para mujeres. Para el PNUD la transversalización de género y el empoderamiento de las mujeres son aspectos centrales para lograr la igualdad de género. La transversalización de género se define como el proceso de determinar las implicaciones que para mujeres y para hombres tienen las acciones planificadas, entre los que se cuentan la legislación, las políticas y los programas. Se trata de hacer de las preocupaciones y de las experiencias de las mujeres una parte integral del diseño, la implementación, el monitoreo y la evaluación de las políticas y de los programas, de manera que tanto hombres como mujeres se beneficien en condiciones de igualdad (PNUD, 2002, 5).
Por su parte, el concepto de empoderamiento "alude a la expansión de las capacidades de las personas para hacer elecciones de vida estratégicas y tomar control sobre sus destinos, en un contexto donde estas capacidades les estaban previamente negadas. En este sentido, la estrategia de empoderamiento de las mujeres se refiere al proceso mediante el cual las mujeres, individual y colectivamente, toman conciencia sobre cómo las relaciones de poder atraviesan sus vidas, y ganan la autoconfianza y la fuerza necesarias para transformar las estructuras de discriminación de género. En definitiva, el empoderamiento involucra la toma de conciencia, la construcción de la autoconfianza, la ampliación de las oportunidades y el creciente acceso y control sobre los recursos (físicos, humanos, intelectuales, financieros y el de su propio ser) y sobre la ideología (creencias, valores y actitudes)" (PNUD, 2004, 3).
La agenda del PNUD para promover la igualdad de género se basa en una perspectiva que tiene tres aristas: en primer lugar, se trata de desarrollar capacidades para integrar las preocupaciones de género en las instituciones y en los países; en segundo lugar, promueve asesoría en políticas de apoyo a las mujeres y a las personas pobres; y apoya políticas de género con el apoyo de ONU Mujer.
La seguridad de las mujeres en el espacio público es uno de los problemas menos atendidos por las políticas de seguridad ciudadana. Carmen de la Cruz propone que se adopte una perspectiva de género en el desarrollo de las políticas públicas que se ocupan de la seguridad ciudadana. De la Cruz da cuenta de las transformaciones que se han dado en la noción de seguridad ciudadana y muestra cómo esta va ligada a la existencia de un orden público ciudadano que elimine las amenazas de la violencia en la población y que permita la convivencia segura (De la Cruz, 2007).
La seguridad ciudadana no puede ser analizada sin tener en cuenta las formas de vulnerabilidad y de discriminación existentes en las ciudades, pues los sistemas de exclusión establecen, a su vez, sistemas de inseguridad. Uno de los puntos que cuestiona De la Cruz, es que se confunde la
noción de seguridad ciudadana como seguridad en el espacio público, asumiendo que el espacio de lo privado es un lugar seguro, lo que va en contravía de las evidencias que muestran que la seguridad y la inseguridad tienen una dimensión de género, pues los actos de violencia contra las mujeres suelen darse precisamente en la esfera privada. Carmen de la Cruz afirma lo siguiente:
Esta visión –la del hogar como un lugar seguro– ha tenido implicaciones importantes en las respuestas que han dado las políticas de seguridad ciudadana ante la violencia ejercida contra las mujeres, al ignorar que el hogar es el principal espacio de inseguridad para ellas. Esto significa, además, que si la violencia se da mayoritariamente en el espacio privado, constituye un problema ajeno y al margen del debate y la responsabilidad pública y política, desconociendo que los hechos o fenómenos de violencia e inseguridad están entrelazados con las condiciones e imaginarios de la convivencia social en toda su complejidad. Se desconoce la relación de conexión entre la seguridad en el espacio público y la seguridad en el espacio privado, siendo dicha relación esencial para entender la inseguridad de las mujeres (De la Cruz, 2008, 209).
Una perspectiva de género permite cuestionar ciertas construcciones de género que contribuyen a la violencia. Esto supone el desarrollo de estrategias educativas como mecanismos de prevención. La concepción de la seguridad ciudadana con una perspectiva de género permite visibilizar cómo viven las mujeres la ciudad y en la ciudad, hacer visibles las violencias de que son víctimas y, en últimas, garantizar que se desarrollen políticas públicas que protejan sus derechos de ciudadanía. De la Cruz destaca la oposición entre dos modelos de seguridad ciudadana:
• Uno, tradicionalista que concibe a la seguridad mediante la dependencia y las restricciones; y
• Otro, con perspectiva de género que promueve la autonomía, la libertad y la convi vencia; en últimas, un concepto de seguridad ciudadana que busca garantizar un entorno seguro para el adecuado ejercicio de los derechos de ciudadanía (De la Cruz, 2008, 215).
Desde el segundo modelo, se entiende la seguridad ciudadana como un pacto de convivencia, reconociendo el derecho de las mujeres a definir la seguridad y lo público desde sus necesidades como ciudadanas, rompiendo de ese modo con el viejo modelo que las catalogaba como "víctimas protegidas dentro de un modelo de seguridad profundamente masculino" (De la Cruz, 2008, 217). La autora propone que se tengan en cuenta las siguientes recomendaciones, para la elaboración de políticas públicas de seguridad ciudadana con una perspectiva de género:
• Asegurar el reconocimiento de los derechos de las mujeres establecidos por los instrumentos internacionales y que se tomen las medidas adecuadas para su realización, enfrentando de ese modo la impunidad.
• Que las políticas se institucionalicen.
• Que se desarrollen programas de educación y de sensibilización.
• Creación de una infraestructura social y urbana.
• Capacitación de los funcionarios de los municipios.
• Usar herramientas y marcos específicos para desarrollar un análisis de género y la recolección de la información para así tener una representación más adecuada del contexto en el que operan mujeres y varones. Algunos instrumentos como las encuestas de victimización no son adecuados para la determinación de las violencias contra las mujeres.
• Garantizar la participación de las redes y organizaciones de mujeres.
• Desarrollo e identificación de buenas prácticas.
Una de las cuestiones más llamativas de las encuestas de opinión pública, como lo anotaba atrás, es el hecho de que el espacio público aparezca como más peligroso, pero sea el espacio privado en el que están más en riesgo. Pese al hecho de que los ataques suceden en la intimidad, las mujeres hacen poco uso del espacio público. Como lo señala Stanko, al indicar que todas las mujeres están expuestas a la violencia de género:
…la seguridad de las mujeres se define como poner barreras a las acciones de los hombres violentos. El hecho de orientar a las mujeres sobre cuestiones como la forma de comportarse en público o de establecer relaciones más seguras no es ninguna garantía de seguridad. Aunque esté más segura, una mujer nunca deja de estar expuesta a la violencia de género" (Stanko, 2009, 55).
En consecuencia, en el análisis de las relaciones entre género y seguridad ciudadana es preciso tener en cuenta una perspectiva estructural, pues una visión individual deja de lado la cuestión de las estructuras de exclusión y termina clasificando a las víctimas entre aquellas que lo merecen –por no haber tomado las precauciones necesarias– y aquellas que no lo merecen. Pero una visión no estructural también asume que el acto de violencia es el acto de un ser malvado y desalmado, con lo que se pasa por alto la relación existente entre la violencia y un determinado orden de género. Las perspectivas tradicionales, que son individualistas, se resisten a asociar las masculinidades violentas con la vida cotidiana y social, no dan debida cuenta de este problema y contribuyen a la invisibilización de estas inseguridades.
De este modo, se hace que sean las personas mismas quienes tomen medidas de protección contra el peligro que proviene del desconocido. Como lo señalan las investigaciones al respecto, se mantiene la ilusión de que el miedo a la delincuencia está vinculado directamente con la percepción de la mujer de estar en peligro ante hombres desconocidos y fuera de control.
El Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (UN-HABITAT), identifica tres causas del incremento de la delincuencia urbana:
• Causas sociales: exclusión social, producto, entre otras, de las modificaciones estructurales de la familia, reconociendo que la violencia intrafamiliar es también causa de la violencia en las calles.
• Causas institucionales: inadecuación del sistema de justicia.
• Causas ligadas al entorno: urbanización incontrolada, carencia de servicios públicos, surgimiento de espacios privados como los centros comerciales, con sus propios sistemas de exclusión, etc.
Se propone que los gobiernos locales sean expertos en integración social y cultural y que desarrollen una cultura de la prevención. Es preciso reconocer que la ciudad como espacio construido no es un espacio neutral, sino que contiene y expresa las complejas relaciones sociales entre hombres y mujeres. La perspectiva de género significa detectar las diferencias y las relaciones de poder y de subordinación. Es un principio metodológico guiado por la equidad de género, contra la discriminación de las mujeres pero que alcanza cualquier discriminación contra otros grupos sociales marginados.
La literatura muestra los procesos de invisibilización de la violencia contra mujeres jóvenes. Las formas entrecruzadas de exclusión generan procesos más profundos de exclusión y de violencia contra los grupos puestos en situación de vulnerabilidad, pues se reproduce el marco de privilegio masculino y adulto-céntrico.
A través de la interiorización de los comportamientos culturalmente asociados a lo femenino, habitualmente las mujeres internalizan –no sin resistencias– rasgos de subordinación, inferiorización y dependencia. Es en este proceso que la violencia contra las mujeres opera como un dispositivo de control sobre sus cuerpos y
deseos, en un continuo que las afecta en distintas etapas de sus vidas, lo que en su forma más extrema y brutal termina en la muerte. Estos procesos de aprendizaje de los modelos y estereotipos de género es lo que se llama socialización de género, la cual es diferencial para varones y mujeres (Frizt, 2009, 42).
Laub propone que se aborden las siguientes cuestiones al momento de diseñar las políticas públicas que conduzcan a garantizar la seguridad de las mujeres en la ciudad:
• Articular acciones y programas que atiendan a sectores vulnerables mediante su incorporación transversal en áreas estratégicas.
• Crear nuevos empleos relacionados con la seguridad, tanto de las personas como de los espacios.
• Diseñar acciones de gestión asociada entre el Estado, las empresas y las organizaciones de la sociedad civil para fortalecer los espacios públicos y circular con tranquilidad (Laub, 2007, 77).
Para el Programa Mujeres y Ciudad del gobierno de la ciudad de Montreal, las mujeres han desarrollado conocimientos específicos de la vida urbana y, por tanto, ese conocimiento es un valor agregado que puede y debe ser usado por las municipalidades. "La contribución de las mujeres a la vida urbana debe, en consecuencia, ser reconocida en su justa proporción con el fin de que ellas sean finalmente parte integrante del conjunto de decisiones políticas y administrativas que afectan a la ciudad" (Programa Mujeres y Ciudad 2004, 13). Igualmente, el proyecto de C i u d a d e s S e g u r a s p a r a M u j e r e s y N i ñ a s de UNIFEM, hoy ONU Mujer, destaca lo siguiente:
Si las ciudades y comunidades se vuelven más seguras para mujeres y niñas, se puede ampliar su participación social, económica, cultural y política total como ciudadanas iguales. Las ciudades y comunidades que son seguras y están libres de violencia hacia la mujer, ayudan a crear igualdad de oportunidades para hombres y mujeres. Cuando son más seguros y cómodos, los espacios públicos ofrecen un sinnúmero de posibilidades para la participación de mujeres y niñas en las áreas de trabajo, educación, política y recreación. La construcción de ciudades y comunidades seguras para mujeres y niñas depende de la eliminación de la violencia e inseguridad que impiden que las mujeres y niñas usen los espacios públicos libremente, como ciudadanas con igualdad de derechos humanos, oportunidad y seguridad" (www.endvawnow.org última visita 11 de julio de 2011).
La seguridad de las mujeres en la ciudad supone, entonces, el desarrollo de políticas integrales. Además, supone que el diseño y la implementación de las políticas se hagan a través de procesos participativos y con metodologías alternativas. En últimas, supone la construcción de ciudades más equitativas en términos de clase, de etnia, de género, etc.
Una mirada de género, pero en general una mirada diferenciada sobre las políticas públicas de seguridad, hace que el análisis sea más completo y que se tengan en cuenta todas las miradas sobre la violencia y la seguridad. Con base en un análisis de las políticas de género y de los datos sobre seguridad y género en la región, el PNUD define la seguridad ciudadana con un enfoque de género de la siguiente manera:
Conjunto de acciones sociales e institucionales dirigidas a proteger la vida, integridad y libertades de las mujeres y de los hombres, en un marco de aplicación de la ley y respeto de los derechos humanos:
• Considerando las diferentes amenazas a la integridad y libertades de hombres y mujeres provocadas por las desigualdades de género y otras desigualdades existentes en una sociedad determinada.
• Actuando para prevenir, atender y controlar las infracciones y violaciones a la seguridad de las mujeres y hombres, en los diferentes ámbitos y ciclos de su vida y tomando en cuenta sus diversas identidades y pertinencias, valorando los aspectos de género que las explican (PNUD, 2009, 12).
Son diversas las formas en que la seguridad de las mujeres puede ser afectada. La violencia física en contra de las mujeres es uno de los extremos, pero el espectro de violencia está dado por actos como el acoso sexual, el acoso laboral, la violencia intrafamiliar, la violencia sexual, la trata de mujeres y la prostitución forzada. Todos estos actos se caracterizan por el ejercicio de actos de violencia y por darse dentro del marco de una relación de subordinación y de dominación. La violencia de género es un elemento constitutivo para el mantenimiento y la reproducción de los privilegios masculinos y la subordinación de las mujeres. En ese sentido la violencia doméstica es un problema de género, no sólo por sus víctimas, sino por su contribución a esa estructura de dominación. A la vez, los actos de homofobia y de violencia física contra el colectivo LGTB no son solo actos de discriminación, sino que son actos que afectan el libre ejercicio de sus derechos. Las políticas de seguridad ciudadana incluyentes deben contar con la participación de todos los colectivos y de todas las ciudadanías diferenciadas.
Para Rico Nieves (citada por Barcaglioni y Cisneros, 2007, 2), "La violencia de género está vinculada a la desigual distribución del poder y a las relaciones asimétricas que se establecen entre varones y mujeres en nuestra sociedad, las que perpetúan la desvalorización de lo femenino y su subordinación a lo masculino. Lo que diferencia a este tipo de violencia de otras formas de agresión y coerción es que el factor de riesgo o vulnerabilidad es el solo hecho de ser mujer".

Maras y pandillas en América Central

En los últimos años se ha venido hablando en América Latina del problema de las pandillas juveniles y de las maras. Con frecuencia se asocia la cuestión de la juventud –especialmente hombres jóvenes– con la de la violencia y la de la delincuencia6. La literatura coincide en la necesidad de no confundir los actos cometidos por las organizaciones criminales con los actos cometidos por las pandillas y las maras (Cerbino, 2009; Feixa, 1998). Esto no quiere decir que las maras sean necesariamente asociaciones pacíficas de jóvenes, pero sí constituye un llamado de atención sobre la necesidad de una mayor comprensión del problema para poder diseñar políticas públicas efectivas (Santamaría, 2008). Es importante distinguir entre las asociaciones de jóvenes y las pandillas y las maras, y entre todas estas y el crimen organizado.
Son diversas las causas de la criminalidad en América Latina. El IDHAC 2009-2010 identifica algunas causas y algunos factores de riesgo que contribuyen a la violencia y a la criminalidad entre la gente joven y a la violencia en general (PNUD, 2009). La violencia entre/ contra jóvenes también tiene causas específicas como son la violencia doméstica, la inestabilidad económica y la existencia de instituciones comunitarias débiles. En América Central, por ejemplo, un estudio de la Organización de Naciones Unidas para las Drogas y el Delito (ONUDD) muestra que esta región es particularmente vulnerable al delito y a la violencia por la existencia de diversos factores, entre ellos la existencia de una población muy joven, lo que hace que la mayor parte de la violencia sea cometida por hombres jóvenes (entre 15 y 25 años) contra hombres jóvenes. El estudio de la ONUDD muestra que la violencia y la criminalidad tienen su origen en la existencia de situaciones graves de pobreza y desigualdad –el país más rico, Costa Rica, y el más pobre, Nicaragua, son los que tienen una mejor situación objetiva y subjetiva de seguridad–; a la existencia del desempleo, para la ONUDD el grupo de más riesgo de sufrir de desempleo son los y las jóvenes que no están ni en la escuela ni en el trabajo; las cifras muestran que en Guatemala solo un 34% están inscritos en la escuela; en tanto en Costa Rica es un 38%;, en El Salvador un 48% y en Panamá un 64%; y al hecho de que la justicia penal en América Central, al igual que en América Latina, es débil y con altos índices de impunidad (ONUDD, 2007).
Es importante destacar las interconexiones que existen entre el género, la etnia y la clase para poder explicar la violencia en la región. Los estudios sobre cuestiones de (in)seguridad ciudadana no pueden pasar por alto los datos sobre crecimiento poblacional, las tasas de fecundidad y el embarazo precoz en la región. Lo que nos muestran las cifras de violencia y de criminalidad es que el machismo, la existencia de masculinidades violentas y de estructuras de dominación masculina son factores tan o incluso más importantes que la pobreza para explicar la violencia en América Latina.
Uno de los mitos existentes con respecto a las maras centroamericanas es el que indica que ellas son las responsables de la mayoría de los homicidios que se cometen en la región y de la mayor parte del tráfico de drogas hacia los Estados Unidos; incluso, se les acusa de ser las responsables de la mayor parte del tráfico de personas que se comete en Guatemala y en México. Si bien, las maras cometen delitos, las cifras sobre la criminalidad en América Latina muestran que los homicidios entre jóvenes corresponden a un porcentaje muy bajo, por lo que afirmar que las maras y las pandillas son las que cometen más delitos es, cuando menos, equivocado. Igualmente, el tráfico de drogas hacia los Estados Unidos se desarrolla principalmente por vía marítima, lo que requiere una logística de la que carecen las maras, que además tienen su polo de actuación en el centro de Guatemala y El Salvador, y no en las costas de estos países. Finalmente, si bien se dan casos en los que las maras agreden a inmigrantes y los someten a extorsiones, no está demostrada su participación en el tráfico de personas como socios del crimen organizado o como actores directos, pues su ejecución requiere unas redes transnacionales que ellas no poseen. Como lo señala un estudio de la Red Transnacional de Análisis sobre Maras, no hay evidencia empírica que demuestre que las maras tienen vínculos criminales a nivel transnacional y, en todo caso, si operan transnacionalmente es con nexos informales y ocasionales, como una red de crimen desorganizado (Santamaría, 2008).
En un estudio conducido por la Oficina de Naciones Unidad para la Droga y el Delito - ONUDD (2007) se destaca la existencia en América Central de dos problemas en especial: el tráfico de drogas y las altas tasas de homicidios. Las pandillas de jóvenes, y en particular las maras, son consideradas generalmente como las mayores responsables de estos dos delitos y por ello en América Central, en particular en Guatemala y en El Salvador, se han desarrollado políticas represivas con el fin de acabar con estas organizaciones. Sin embargo, como lo anoté anteriormente, no hay bases para afirmarlo e incluso se sostiene que la eliminación de las pandillas no eliminaría ni reduciría de manera significativa la criminalidad ni la violencia en la región. Si bien en otros países de América Latina las pandillas no constituyen un problema tan dramático como
en algunos países centroamericanos, sí hay presencia de pandillas en Ecuador, Colombia y Brasil. El nivel de conflictividad en todos estos países amerita estudios detenidos de cada una de esas realidades.

a. ¿Qué son las maras y las pandillas?

La juventud como categoría social es un fenómeno reciente. Las transformaciones en el mercado de trabajo que a su vez produjo cambios en la escuela y en la familia, hacen que las personas jóvenes dejen de acceder al mercado de trabajo en una edad temprana y que, por tanto, el periodo de dependencia de las familias y de permanencia en las escuelas se extienda. Esto hace que se vaya consolidando una categoría de personas claramente identificable y con rasgos que son diferentes a los de los otros grupos etarios en la sociedad. Originalmente, la literatura se refería solamente a la experiencia de los varones, pues solo de manera reciente se comienzan a hacer estudios sobre las relaciones entre mujeres y pandillas.
Después del final de la Segunda Guerra Mundial se produjo un proceso de estabilización de la economía mundial que permitía la consolidación de la juventud como grupo etario diferente. Se dio una juvenilización de la sociedad y una exaltación de la cultura juvenil. Al lado de la exaltación de una cultura juvenil se encuentra también una creciente identificación entre juventud y violencia y se popularizó la idea de que los jóvenes eran rebeldes sin causa. Se asumía que los jóvenes se asociaban para cometer delitos y para ir en contra del orden establecido7. Un autor español en 1970 escribía de la siguiente manera sobre la juventud:
El mal de fondo no reside en las características externas de estos muchachos: su vivir estrafalario, su peinado extravagante, su gusto por la bullanguería, su afición al rock and roll o al twist, su fervor por el exceso de velocidad y su agrupación en pandillas. El verdadero problema está en que son muchachos indisciplinados, sin ideología ni moral, amigos del desenfreno y cuyas francachelas transcurren al borde de lo asocial, por lo que fácilmente se deslizan hacia el delito (López Riocerezo en Feixa, 1999, 42).
Los y las jóvenes, como consecuencia de los procesos de marginalización que se dan en la ciudad, se asocian entre sí, como parte de un proceso de construcción de identidad y de definición frente a los otros. Si bien la primera mitad del siglo XX permitió ver la aparición de asociaciones de jóvenes, como las asociaciones cristianas de jóvenes –conocidas como las Young Men´s Christian Association YMCA – y los b o y s y girl scouts, también permitió encontrar bandas juveniles en zonas urbanas que sufrían procesos de degradación y que les marginaban. En Chicago en 1926, los sociólogos de la Escuela de Chicago encontraron que había 1.313 gangs –bandas o pandillas– que eran el resultado del proceso de desorganización social que estaba viviendo la ciudad. Con lo que se inició una forma de estudiar a las pandillas que iba más allá de considerarlas manifestaciones de una época primitiva o simplemente sujetos que voluntariamente violaban la ley.
La historia reciente se caracteriza por el surgimiento de diferentes formas de asociacionismo juvenil que no necesariamente recurren a la violencia pero que sí recurre a formas de autoidentificación y a rituales de iniciación. Es importante tener en cuenta que la juventud se puede asociar en grupos como los s c o u t s ( b o y s & girls), en tribus urbanas, como los punks , los heavymetal o los emos 8; en pandillas, que son grupos no organizados de jóvenes que defienden un territorio y que tienen rasgos distintivos de identificación y ritos de iniciación; y en maras, que son un fenómeno con características más específicas y conectadas a procesos históricos determinados, dicho de otro modo, la mara es una forma específica de pandilla que responde a trayectorias históricas determinadas9.
En el estudio de las pandillas, la literatura sugiere tener en cuenta que ellas son el resultado de procesos múltiples de exclusión social, como el racismo y la discriminación económica (Vigil, 2007). La marginación social disminuye los mecanismos de control social y hace posible la emergencia de una subcultura pandilleril que puede ser violenta. Como lo señala Vigil, la pérdida del control social y la marginación social desintegran la familia, minan la educación y hacen que la policía, que tiene su campo de acción en la calle, se convierta en la autoridad estatal que se ocupa de los problemas de la juventud. Para llenar los vacíos que dejan la desestructuración de la familia y la pérdida de poder orientador por parte de la escuela, surge la pandilla. La pandilla reemplaza a la paternidad, la escuela y a la policía para regular las vidas de la juventud en una subcultura en la que "las rutinas y las regulaciones sirven de guía para los miembros de las pandillas" (Vigil: 2007: 80).
Para el ONUDD (2007) una pandilla es una organización más o menos institucionalizada a través de la cual la membrecía fluye y que tiene sus propias reglas y convenciones. La pandilla se convierte en una fuente de identidad y es frecuentemente considerada una familia extendida. Su relación con la comunidad puede ser opresiva, protectora o un poco de estas dos. Los códigos de la pandilla comprometen a sus miembros a involucrarse en la comisión de delitos y a oponerse a la aplicación de la ley. La resistencia a la coerción, el valor y el autosacrificio son características propias de las pandillas y son tomadas muy en serio por sus miembros que prefieren la muerte al deshonor (ONUDD, 2007: 67).
En América Latina, el estudio de las pandillas se ha hecho partiendo de la base de su componente identitario. En esto difiere de la tradición académica de los Estados Unidos, que asume que hay una clara asociación entre pandillas (gangs) y delito. Como lo señala Cerbino, lo que caracteriza a la literatura sobre pandillas en América Latina es que su perspectiva cultural e identitaria se articula en una doble dirección: "una concepción de las agrupaciones juveniles de pandillas (o Maras) como la construcción de una ciudadanía cultural y comunicación del y en el margen; y la definición de una identidad juvenil como perfomativa y su relación como subcultura con el marco cultural dominante en cada nación" (Cerbino: 2009: 91). Este componente identitario es resaltado por José Manuel Valenzuela, en su estudio sobre las maras en América Central. En este estudio muestra la conexión entre las maras y una cultura de resistencia a la marginación en los Estados Unidos y en América Central. El barrio para los mareros se convierte "en un espacio de socialización que estructura códigos de lealtad, de solidaridad, de la vida en la calle, de representación de las drogas, de las opciones informales de sobrevivencia, de adscripciones límite que familiarizan la muerte, de odio a los placas, de rifársela para rifar, de matar o morir, de esquinear como recurso gregario de convivencia" (Valenzuela, 2007: 47). Para los jóvenes que pertenecen a las pandillas, el barrio es el espacio de identificación por excelencia. En el barrio los jóvenes encuentran no solo protección sino un entramado de códigos que les dotan de una identidad. Sin embargo, como lo muestra la escasa literatura al respecto, las mujeres tienen otro tipo de experiencia dentro de las pandillas, una que no es necesariamente de protección. Como lo ha destacado Miriam Abramovay, en América Latina no es común encontrar pandillas conformadas exclusivamente por mujeres, por el contrario, su rol suele ser subordinado a los hombres de la pandilla (Comunidad segura, última visita el 11 de julio de 2011).
A finales de los años 1980 surgieron en América Central las maras, destacándose la Mara Salvatrucha y la Mara 18. Las maras se convirtieron en el chivo expiatorio de los medios de comunicación para asociar juventud con violencia y pandillas con delincuencia. Sin embargo, las pandillas no son nuevas en América Latina. En el caso de América Central existen registros de su existencia, al menos desde los años sesenta, pero sus características si han cambiado desde los años noventa. Lo que caracterizaba a las viejas pandillas era su carácter precario y territorial, esto es, eran formas de asociación muy ligadas al barrio y buscaban reemplazar la pérdida de los lazos sociales con los que proporcionaba la pandilla. Las maras, por el contrario, tienen un carácter más transnacional, pues son el resultado de procesos migratorios hacia y desde los Estados Unidos. Las maras surgen con fuerza en los Estados Unidos como consecuencia de la migración de jóvenes salvadoreños al Norte, que huían de la violencia que azotaba a ese país. Como consecuencia de los procesos de exclusión existentes en los Estados Unidos y del racismo del que eran víctimas en la ciudad de Los Ángeles, algunos jóvenes se integraron a las pandillas del lugar, en tanto otros crearon nuevas pandillas para protegerse tanto de la persecución policial como de la persecución de otras pandillas. De hecho existe coincidencia en señalar que la Mara 18 y la Salvatrucha no eran rivales en su comienzo. La Mara Salvatrucha era básicamente un grupo de amigos (mara) de origen salvadoreño (salva) que querían destacar su viveza (truchas). En todo caso, la comprensión de las maras pasa por el hecho de que son el resultado de procesos de exclusión múltiple racial y socioeconómica, en las que se despliegan masculinidades violentas y en las que se hace evidente el machismo estructural de las sociedades latinoamericanas. En América Central, la existencia de instituciones políticas y sociales débiles, así como la inestabilidad económica, la desestructuración familiar, con graves casos de violencia doméstica, son factores a tener en cuenta para entender el surgimiento de las pandillas y de las maras y para su atracción entre la juventud del país.
Las maras son formas de agrupación pandillera, pero es importante mantener la distinción entre los dos tipos de grupos juveniles, pues la mara responde a una historia diferente a la de las pandillas. Por ejemplo, en Ecuador se observa la presencia de una pandilla transnacional como los Latin Kings que, sin embargo, no puede ser calificada como mara. Hecha esta salvedad, la definición que aporta Savenije, para referirse a las maras y a las pandillas, es la de que son "agrupaciones formadas mayoritariamente por jóvenes, quienes comparten una identidad social que se refleja principalmente en su nombre, interactúan a menudo entre ellos y se ven implicados con cierta frecuencia en actividades ilegales. Expresan su identidad social compartida mediante símbolos o gestos (tatuajes, grafiti, señas, etc.), además de reclamar control sobre ciertos asuntos, a menudo territorios o mercados económicos" (Savenije, 2007: 638).
El surgimiento de las maras hizo que las pandillas dejaran de ser meramente locales y conectadas a la comunidad, para pasar a ser organizaciones con redes transnacionales y con un espacio simbólico más amplio. La nación Latin King no está conectada a un solo territorio sino que aparece ligada a un espacio más amplio que el barrio. Un miembro de la mara 18, expresa esta transterritorialidad de la siguiente manera: "El Barrio Dieciocho sí es más grande que este barrio, es todos los barrios, todos los sectores donde está la Dieciocho, por eso le decimos Barrio Dieciocho (…), o sea que la Dieciocho es una familia,
pues entre nosotros somos una familia grande" (Savenije, 2007, 639)10.
En los años noventa la política de los Estados Unidos de deportar a quienes fueran condenados por la comisión de un delito, llevó a una deportación masiva de migrantes –más de 150 mil personas–, entre ellas jóvenes que formaban parte de las maras en la ciudad de Los Ángeles. Muchos de los deportados carecían de redes sociales y ni siquiera hablaban español, lo que contribuyó a crear una situación de marginalidad que favoreció la vinculación a maras en El Salvador. Como lo señala Falkjernburger (2008), las políticas de deportación de los Estados Unidos favorecieron el surgimiento de las maras en América Central y fueron un factor importante en la transnacionalización del problema. Con el crecimiento de la migración entre uno y otro país se han fortalecido los nexos entre este tipo de pandillas. Sin embargo, como lo resalta este autor, estos nexos no se traducen en la consolidación de una organización criminal ni en ningún tipo de organización jerárquica que de manera permanente se dedique, como su función principal, a la comisión de delitos. De esto no se sigue que no cometan delitos, pues sí son responsables de homicidios, de robos, de extorsión, pero ello no es su actividad principal ni su razón de ser (Falkjenburger, 2008). En todo caso, es importante señalar que no parecen existir evidencias claras de una actividad transnacional por parte de las maras y más bien se reconoce que ejercen un poder local.
Otras autoras, como Gema Santamaría, de la Red Transnacional de Análisis sobre Maras, hablan de cuatro etapas en la historia de las maras: el surgimiento en Estados Unidos en la década del sesenta, la migración de centroamericanos a las maras en Los Ángeles en los años ochenta, su aparición en América Central en los años noventa, y la aparición de las maras en México y su extensión por el área centroamericana. Para Santamaría, solo la segunda y la tercera etapa son transnacionales, pero señala que la transnacionalidad es desorganizada y no va más allá del elemento identitario (Santamaría, 2008: 111).
En su estudio sobre las maras en América Central, Falkjenburger muestra la estrecha conexión entre la existencia de maras y la situación de exclusión social, producto de la desigualdad económica y de otras formas de violencia simbólica y estructural de la que son víctimas los y las jóvenes de la región. En Honduras el 64% de la población tiene menos de 25 años y los niveles de desempleo entre los jóvenes de 19 a 25 años, es del 54,5%, y el porcentaje restante la gran mayoría gana menos de 166 dólares al mes, es decir 5,5 dólares diarios para sobrevivir. La migración ha producido movimientos masivos de población y debilitado los lazos sociales, haciendo que la relación con las comunidades sea inexistente y por tanto que se pierda la lealtad y la solidaridad comunitaria. Otros factores juegan un papel importante, como son la deserción escolar, el acceso fácil a las drogas y a las armas (Falkjenburger, 2008: 52).
Existe la tendencia en las políticas públicas de seguridad de América Central a culpar a las maras de todos los problemas de violencia y de delincuencia en la región. Además, se tiende a creer que las maras son un fenómeno exclusivamente transnacional sin ninguna conexión con las condiciones locales. Es claro que no llegaron a un terreno virgen, sino que encontraron su nicho con los jóvenes que eran víctimas de diversas formas de exclusión social. Por ello, es preciso tener en cuenta los factores locales para entender el arraigo de las maras en América Central, en particular en El Salvador, Guatemala y Honduras. "La fuerte pertenencia a un grupo que trasciende los límites locales –basada en una competencia extrema y violenta–, la identidad social que la misma otorga a los participantes, el respeto que se gana por ser
un pandillero violento y valiente, el poder y los recursos económicos que se obtienen por el uso o la amenaza de utilizar la violencia, en definitiva, el nuevo estilo pandilleril resultaba ser muy atractivo para los jóvenes excluidos socialmente" (Savenije, 2007, 647).
Por su parte, el Informe de Desarrollo Humano del PNUD para América Central 2009-2010 analiza la situación de las maras y de las pandillas y su impacto en la (in)seguridad ciudadana de la región. En el informe, basándose en el trabajo de Scott Decker, se distingue entre los diferentes tipos de pandillas, a saber: la episódica, que se crea para simplemente pasar el tiempo y que comete delitos de manera ocasional; la celular, que tiene pocos miembros, es clandestina y que son formadas para la comisión de un acto criminal; y las pandillas corporativas, que tienen escala nacional, tienen fines de lucro, y son integradas por adultos jóvenes pero que ya han tenido la experiencia de la prisión. Para América Central se propone la distinción entre pandillas, territoriales, y mara, vinculada al crimen organizado o que comete delitos fuera de su territorio (PNUD, 2009). Estas distinciones son importantes al momento de analizar las cifras de criminalidad, con el fin de que se distinga entre la criminalidad de los y las jóvenes, la de las pandillas y las de las maras, y así diseñar políticas públicas que apunten a una verdadera solución del problema y a una transformación no violenta de los conflictos.

b. Mujeres y pandillas

Las maras son básicamente organizaciones masculinas y la participación de las mujeres es normalmente baja, aunque existen organizaciones de mujeres como las Latin Queens o presencia de mujeres en algunas de las pandillas. En Guatemala en promedio existen 12 mujeres y 32 hombres por grupo; en El Salvador el promedio es de 9 mujeres y 27 hombres por grupo; y en Honduras se da un promedio de 11 mujeres y 20 hombres. Las maras son organizaciones en las que se despliegan masculinidades violentas. El papel de las mujeres suele ser, con frecuencia, subordinado y en muy pocos casos asumen posiciones de liderazgo. En un estudio de Demoscopia S. A. se muestra que la "exaltación de características y cualidades típicamente masculinas, como son la agresividad, la valentía, la destreza en el manejo de armas, hace que necesariamente las mujeres y la feminidad sean subvaloradas dentro de las pandillas" (Demoscopia S. A., 2007: 67). Por ello es importante en el trabajo con las maras este componente, con el fin de construir masculinidades no violentas que contribuyan a un desarme del conflicto.
La participación de las mujeres en las maras y en las pandillas es un tema que aún requiere de mayor investigación académica. Sin embargo, existe un cuerpo de investigación amplia sobre la participación –todavía minoritaria– de las mujeres en grupos de jóvenes en los cuales se ejerce la violencia. Kathleen Blee, por ejemplo, ha mostrado en su investigación sobre la participación de las mujeres en el Ku Klux Klan KKK la necesidad de analizar las causas por las cuales las mujeres deciden unirse a los grupos violentos11. En su texto Blee muestra que, contrario a los prejuicios tradicionales, las mujeres se unen a estos grupos por diversas razones entre las cuales se encuentra su propio racismo. Esto nos muestra, en opinión de Blee, la importancia de no considerar su participación en estos grupos, simplemente, como si fueran sujetos pasivos sino también analizarlas como miembros activas de estas organizaciones (Blee, 1996; Blee, 2003; Blee, 2009).
Una perspectiva diferenciada nos permite no solo entender las razones por las cuales los pandilleros y las pandilleras se unen a la pandilla, sino también qué les motiva a permanecer en ellas o a abandonarlas. En su análisis sobre las maras en América Central, Emilio Goubaud muestra que las opciones laborales después de las pandillas aparecen mejores para las mujeres, lo que en su opinión se debe a la existencia de un modelo patriarcal de familia, que se ve reforzado por el hecho de que las mareras ven a la familia como un espacio afectivo de protección (Goubaud, 2008: 46). Esto le lleva a concluir que las políticas con respecto a las pandillas deben basarse en datos desagregados por sexo y por género y sobre esa base elaborar las políticas de prevención.
Mauricio Rubio analiza a las maras desde el punto de vista de un análisis de su participación en la prostitución. De acuerdo con Rubio, "la pandilla ofrece a los jóvenes la posibilidad de acumular poder e incrementar su actividad sexual. La violencia sexual que la pandilla ejerce contra las mujeres, en un entorno en extremo machista, aparece como detonante de la prostitución femenina" (Rubio, 2008: 1). De acuerdo con Rubio, las repercusiones sexuales del ingreso de las mujeres a las pandillas son mayores que en los hombres. Para las mujeres el impacto sexual de su ingreso a las pandillas implica un salto importante en materia de promiscuidad, que se aumenta en un 79%. Pese a lo que la cifra sugiere, no se trata de un escenario más emancipador, en donde las mujeres ejercen su libertad sexual, sino todo lo contrario, se trata de un contexto machista en el que se da un sometimiento sexual de las mujeres a los miembros de la pandilla o uno en el que se dan casos de prostitución o de proxenetismo (Rubio, 2008, 67).
La mara o la pandilla son contextos en los cuales se ejercen las masculinidades violentas. Esto hace que las pandillas sean entornos que son fértiles para ejercer la violencia sexual y las violaciones colectivas. Los estudios de autorreporte que analiza Rubio, muestran que las pandillas de América Central son entornos machistas y que los pandilleros que desean abandonar la vida en la pandilla aspiran, al momento de dejarla, casarse con una "chica decente", pues las mujeres de la pandilla no son vistas de ese modo sino como personas para pasar un rato y divertirse. Un dato interesante que surge de la investigación de Rubio y la de Rocha es que el uso de tatuajes no es tan común entre las mujeres como sí lo es entre los hombres. Esto se explica por el hecho de que el tatuaje se entiende como una marca de masculinidad y como una forma de reforzar la identidad masculina. También, se explica como el resultado de la idea de protección y de apropiación de la pandilla. Las mujeres de las pandillas son solo para los hombres de la misma, y permitir que lleven marcas en el cuerpo que las identifiquen puede conducir a que sean atacadas por miembros de otras pandillas (Rubio, 2008, 69; Rocha, 2003).
El caso de Guatemala es analizado por Diana García, quien muestra la estrecha relación entre la masculinidad violenta y la violencia contra las mujeres. García muestra cómo la violencia contra las mujeres es ejercida no solo por los mareros sino que es un fenómeno que se da en la sociedad en general. "La violencia contra las mujeres es un caso especial por la lógica patriarcal de la que nace, que inferioriza, cosifica y somete lo femenino. En muchos casos, esta violencia se ensaña en la sexualidad de la mujer. Guatemala es hoy el país de Centroamérica con el
número más alto de mujeres muertas como producto de la violencia y con el más alto nivel de impunidad como respuesta. A nivel mundial tenemos uno de los índices más altos de homicidios de mujeres en términos proporcionales a nuestra población: 40 por cada 100 mil personas. El promedio mundial, según la OMS, es 10 por 100 mil" (García, 2006).
La socióloga brasileña Miriam Abramovay ha analizado el aumento de la participación femenina en las pandillas juveniles. En las entrevistas realizadas para su investigación entre las pandillas de Brasilia encontró que se repetían cuestiones como el embarazo precoz, los abortos, "el sufrimiento por rupturas amorosas, las disputas entre mujeres por hombres –comúnmente líderes de pandillas–, amoríos, traiciones y experiencias de salir y de "levantar chicos". En su investigación encontró que los jóvenes reproducen los patrones de comportamiento machista, como apodar a las jóvenes con nombres peyorativos y separar a las "buenas" mujeres, que son para una relación duradera, de las "malas", que son para aventuras pasajeras (en comunidad segura). Esta investigación muestra cómo se reproducen los patrones de comportamiento de género en las pandillas y cómo las relaciones de subordinación y las estructuras de dominación de la sociedad son replicadas en ese microcosmos que es la pandilla. Pese al hecho de que hay más participación de mujeres, pocas son las que reconocen a las mujeres, papeles de liderazgo, y en las que se les trate como sujetos iguales.
Las investigaciones hechas sobre las maras y las pandillas pasan por alto el papel de las mujeres dentro de la misma y el rol que juega una masculinidad violenta en la explotación de las mujeres dentro de la misma. El conocimiento de la relación entre violencia y comportamiento sexual es importante al igual que el conocimiento del origen y estructura de las masculinidades dentro de la pandilla. De lo contrario la mirada será superficial y perderá de vista la existencia de procesos de exclusión y de explotación dentro de grupos que son a la vez víctimas de exclusión y de explotación.

c. Impacto de las maras y de las pandillas en los índices de criminalidad

Como se indicó anteriormente, en América Central existen una serie de mitos sobre las maras y las pandillas y su participación en las tasas de violencia y de criminalidad. Se afirma que la mayor parte de los delitos son cometidos por las pandillas. Sin embargo, los datos muestran una realidad muy diferente. En primer lugar es necesario tener en cuenta la diferencia mencionada entre las maras y las pandillas, así como entre las pandillas juveniles propiamente dichas y las asociaciones accidentales de jóvenes o las asociaciones de jóvenes en general. En muchas partes del mundo la juventud se reúne en las calles y pueden cometer conductas antisociales que pueden llegar a ser delictivas. Sin embargo, si bien estas conductas son cometidas por gente joven, no son cometidas por pandillas o por maras.
No existen datos precisos respecto al número de jóvenes que integran las pandillas o las maras en América Central. Sin embargo, existen datos aproximados que dan una idea de la extensión del fenómeno. Los números van de 70.000 a 305.000, lo cierto en todo caso es que su número es suficientemente alto para ser considerado un problema social, pero no lo suficiente para afirmar que existe una identificación entre juventud, violencia y pandillas. De acuerdo al Informe del PNUD, para el año 2006 se estimaba el siguiente número de miembros de las pandillas en América Central:

Cuadro No. 1. Número de pandillas en América Central

Fuente: PNUD, 2009, 108.

Como se indicó anteriormente, las maras son el resultado de los procesos de migración hacia y desde los Estados Unidos. La política de deportación masiva de los Estados Unidos contribuyó al crecimiento de las pandillas, pero, como se indicaba, las maras no arribaron a un terreno virgen, no solo porque ya existían pandillas en América Central, sino porque se daban los factores de exclusión social y económica que facilitaban su crecimiento. En el IDHAC 2009-2010 se afirma que "los datos sugieren pues que las repatriaciones efectivamente ayudan a trasladar delincuentes y a importar prácticas criminales propias de los Estados Unidos. Sin embargo, no se sabe qué tantos repatriados se vinculen a pandillas locales, ni es seguro que el tener 'antecedentes penales' en aquel país necesariamente implique peligrosidad. Y, por supuesto, es cierto que la mayoría de los deportados carecen de antecedentes penales y que la mayoría de los pandilleros no han vivido en los Estados Unidos" (PNUD, 2009, 110).
Como lo indica el IDHAC, es difícil saber con certeza cuántos delitos cometen las pandillas. En los informes de policía del año 2003 aparecían como responsables del 45% de los delitos en El Salvador y en Honduras; 20% en Guatemala. Sin embargo, en Honduras solo el 5% de los delitos fueron cometidos por menores de edad; en El Salvador solo pudo atribuirse el 8% de los homicidios con armas de fuego cometidos en el 2002, a las maras; y en Guatemala en el 2006 sólo el 14% de los homicidios podían ser atribuibles a las maras. Esto significa que las cifras han sido sobredimensionadas y que si bien el impacto de las maras sobre el total de la criminalidad de los países de América Central es importante –y no en todos ellos, pues Costa Rica, Nicaragua y Panamá no presentan casi casos–, no alcanza a ser significativo, por lo menos no para justificar la afirmación de que son las responsables de la situación de inseguridad ciudadana en América Central.

CONCLUSIÓN

La situación de seguridad de América Latina es crítica. Las tasas de criminalidad van en aumento. Como se ha visto en este texto, son diversos los problemas de seguridad en la región, pero puede hablarse de cuatro problemas principales: la violencia de género, el crimen organizado, el narcotráfico y la violencia entre y contra jóvenes, en especial aquellos organizados alrededor de las pandillas y las maras.
Es importante contar con una perspectiva diferenciada que permita una aproximación más sólida al problema, pues en todos estos casos su ausencia oculta a las víctimas de estos delitos e impide el diseño e implementación de políticas más inteligentes en materia de seguridad ciudadana. Asimismo, una perspectiva diferenciada permite hacer visible el racismo, el machismo y el clasismo que están en la base de muchos procesos de exclusión social que generan conductas violentas o delictivas. En el caso de la presencia de masculinidades violentas y de machismo estructural encontramos que están en la base de conductas como la asociación en pandillas y en muchos de los comportamientos del crimen organizado, lo que unido a otro tipo de problemas estructurales de exclusión social forman un coctel peligroso.
La reacción tradicional de los gobiernos latinoamericanos a estos cuatro nichos delictivos ha sido de represión y de aplicación de mano dura. Como se analizará en la próxima unidad, estas políticas no son eficientes y solo producen una reducción de los derechos de las personas y un deterioro en la calidad de la democracia. Por ello, es importante acudir a medidas incluyentes que entiendan que los problemas sociales se resuelven de manera inteligente y aplicando las medidas adecuadas a cada caso, por ello uno de los pilares de toda buena política de seguridad ciudadana es un buen conocimiento del estado de cosas.
En este texto me he ocupado de analizar diferentes aspectos de la seguridad ciudadana que han sido invisibilizados. La violencia contra las mujeres y la violencia entre y contra jóvenes son casos que han sido objeto de invisibilización y, por tanto, de un tratamiento deficiente en las políticas públicas de la región. Por ello es importante que se desarrollen cada vez más investigaciones académicas que sirvan de insumos para el trabajo de las autoridades encargadas de diseñar y ejecutar las políticas de seguridad ciudadana.

1 La reciente ley de seguridad ciudadana es una muestra más de ese populismo punitivo. En todo caso conviene definir claramente, como se hace en este texto, qué se entiende por populismo punitivo, pues en muchos casos se presentan leyes, como las de seguridad ciudadana, como si no fueran partes de esa involución autoritaria. A esto cabe responder, parafraseando a Bersuit Vergarabat, si esto no es populismo punitivo, entonces ¿qué es?
2 Por adultismo se entiende la perspectiva centrada en la visión del mundo de los adultos y la negativa a reconocer a la juventud como sujetos y colectivos con derechos.
3 La doctrina de la seguridad nacional se caracterizaba por la afirmación de la existencia de una conspiración comunista y por la existencia de un enemigo interno que debía ser combatido no por las fuerzas de policía, sino por las fuerzas militares. La doctrina de la seguridad nacional permitió la implantación de un derecho penal de enemigo (cfr. Aponte, 2006).
4 En el IDHAC 2009-2010 se explican cinco mitos sobre la seguridad ciudadana: es un tema policial exclusivamente; hay que aplicar políticas de tolerancia cero; los países exitosos aplican políticas de mano dura; no hay otra alternativa que la mano dura; y no cabe esperar soluciones integrales. Ver PNUD, 2010: 201.
5 Wilson y Kelling (1982) se refieren a un experimento en el que se dejaron dos vehículos en dos lugares diferentes de los Estados Unidos, uno considerado de alta criminalidad y otro considerado de baja criminalidad. En los dos casos los vehículos permanecieron intactos; pero cuando se dejaron abandonados con las ventanas rotas, pasó poco tiempo para que fueran desvalijados. Para Wilson y Kelling este experimento muestra que lo que atrae al delincuente es el entorno de desorden en el que los bienes y las personas se encuentran. Un entorno tal es favorable a la violación de la ley.
6 El concepto de juventud es uno que se modifica con el tiempo. La ONU define a los y a las jóvenes como el sector de la población que se encuentra en la edad de 15 a 24 años. Se trata de una definición adoptada en el año 1985 por la Asamblea General de las Naciones Unidas cuando declaró a 1985 como el Año Internacional de la Juventud. Sin embargo, el siglo XX ha visto diferentes generaciones de jóvenes y diferentes conceptos de juventud, pues no se trata simplemente de una cuestión etaria sino que también es una cuestión cultural (sobre las diferentes generaciones de jóvenes puede verse a Feixa, 2006, con una breve reflexión sobre el concepto de juventud en América Latina).
7 De nuevo, la referencia se hace particularmente a los jóvenes. Más adelante, se hará referencia a la cuestión de las jóvenes en las pandillas.
8 Es de destacar que entre algunas tribus urbanas como los Emos las emociones juegan un papel central. Se trata de grupos que son tolerantes con respecto a la diferencia y que reconocen otras sexualidades más allá de la hegemónica. Las vivencias gays y lesbianas son ampliamente aceptadas y reconocidas entre los Emos. Otros grupos poseen una masculinidad violenta y estructuras de exclusión y se caracterizan por su intolerancia, su machismo, su homofobia y su xenofobia. Un caso extremo son los grupos neonazis, pero entre pandillas y maras se pueden encontrar estructuras machistas y otro tipo de estructuras de exclusión.
9 En este texto se hace referencia genéricamente a las pandillas. Solo se menciona a las maras cuando se indican aspectos que solo son propios de este tipo de pandillas. Pero es preciso insistir que las maras son una clase particular de pandillas, pero de ello no se sigue que todas las pandillas sean maras ni que todos los jóvenes sean pandilleros.
10 En América Central han surgido maras incluso en comunidades indígenas, como resultado de los procesos de exclusión social de que son víctimas los y las jóvenes sin importar su identidad cultural.
11 El KKK es una organización racista que proclama la supremacía blanca y que tiene sus orígenes en la guerra civil de Estados Unidos. Ver Blee, 2009.

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